miércoles, 21 de enero de 2015



                                                                La voz
“…la imponente ladera rocosa, blanquecina con algunos matices
lilas y grisáceos, cae en forma abrupta en un valle encantado.
Éste está  tapizado por lavandas que lanzan al espacio sus
aromas y colores.  La laguna Brava recibe flamencos, los que se
amalgaman con los gritos de ciertos pájaros extraños.  Dos
chalets  se observan erigidos en el exacto sitio donde la loma
comienza a elevarse.  Sus jardines de tulipanes estallan  en
colores rojos y lilas, salpicados por algunos blanquecinos…”
Ese relato fue escuchado por  Azul en una noche de invierno,
quien había cerrado sus ojos para dejarse llevar por la voz
armónica y serena del locutor; el mismo que le aceleraba el
corazón cada vez que lo oía.  Sólo sabía que se llamaba Ivo
Márquez y vivía en la capital. Sus palabras estaban impregnadas
de seducción.  Él lo sabía bien, dándole los  tonos  precisos  para
crear el suspenso, la sorpresa o generar el misterio que los oyentes
deseaban    percibir.
A la soñadora  Azul, aquel espacio radial le transmitía una
especie de seguridad emocional y hasta un dejo de erotismo.  La
noche era cómplice de esas sensaciones que nacían de lo más
profundo y recorrían sus venas como un fuego. Sus oídos se
relajaban de una manera singular.  La modulación del
comunicador  era una suave caricia para su piel.  Podía con ella
evocar los momentos felices  de su vida  pasada y recrearlos al
instante.  Lograba  viajar por los lugares más remotos y bellos del planeta.  Lo que él decía  despertaba un interés provocador y atrapante.
Estaba convencida que Ivo Márquez, sin ser médico, curaba.  Sin
ser sicólogo, daba consejos.  Él volcaba en cada programa  su
pasión innata y eso los receptores  podían percibirlo.  En varias
ocasiones se generaban diálogos con sus radioescuchas
abriendo su micrófono y su corazón.  A menudo Azul  llegó a
sentir celos por  las mujeres que se comunicaban con él por  teléfono.
Cuando la noche avanzaba y los sueños iban devorando a las
calles y a sus moradores, la emisión fenecía.     Entonces ella, contagiada por la placidez del melodioso tono vocal que seguía retumbando en su mente, se dormía plácidamente.
En  la oficina donde trabajaba, las mujeres sabían del deleite
causado por “la voz de la garganta de oro”, pero la mayoría no
podía escuchar a Ivo Márquez.  Los niños y el hogar eran un
impedimento para ellas.  En cambio, Azul estaba divorciada y no
tenía hijos.   Era dueña de dos horas  por día para soñar despierta.
Un lunes del mes de septiembre, ella se levantó con el propósito
de ir a la radio para conocer a Ivo.  Le diría que lo escuchaba
desde el primer día que comenzó a lanzar su voz clara por los
aires.  Le diría que sus palabras eran sanadoras y la envolvían
como un halago.  Le diría que soñaba cuando describía los paisajes como si   los hubiese tenido delante de sus ojos. Le diría que
sus expresiones  suavizaban  las horas nocturnas. Le diría tantas
cosas juntas que no sabría cómo hacer para que él la
comprendiera claramente.
Se colocó el mejor vestido y su calzado nuevo.  Peinó los
cabellos cortos y lacios,  delineó sus  ojos pardos, se pasó
rouge por sus labios carnosos y envolvió su cuello con el mejor perfume.
Cuando llegó al edificio de la Radio Universal dos horas antes del comienzo de la transmisión, le indicaron que se acomodase en las butacas de la entrada principal.  Aguardó allí con un resabio  de nerviosismo.
Se abrió la puerta vaivén y lo vio.  En su mano derecha asía con
fuerza un bastón blanco y a su costado izquierdo, un señor de mediana edad lo acompañaba.
Azul se acercó  para saludarlo.  Al estar frente a Ivo observó sus
ojos inertes y el semblante apacible.  Se saludaron besándose
en las mejillas.   Ella  no pudo emitir un solo vocablo ensayado
mientras él le preguntaba el motivo de su  presencia.     Azul
apenas pudo contestarle. Ivo tomó las manos temblorosas de la
mujer  y la invitó a compartir el desarrollo del programa que
empezaba en minutos.
Emocionada hasta los huesos, le dijo que sí, que lo acompañaría con placer.
La mesa de trabajo mostraba instrumentos adaptados para las
personas no videntes.   Computadoras, relojes, anotadores y
libros en sistema Braille estaban al servicio de  Ivo, quien
comenzaba  la radiodifusión expresando estos términos:
“Esta noche tengo a mi lado a una mujer brillante. Se llama Azul.
Bonito nombre. Como el cielo y como el mar. Ella me
acompañará y será la luz de mi mirada, la luz que perdí hace
varios años cuando me dirigía al  Instituto Superior de
Enseñanza Radiofónica. Ese mismo día, me habían otorgado el
título de Locutor Profesional. A la salida, alguien no respetó el
semáforo y fui arrollado sin piedad. Perdí la visión de ambos ojos
pero Dios quiso que mi voz siguiera  intacta.    Ella es mi
instrumento y la lanzo al aire para todos los que están del otro
lado, escuchando este espacio, como lo viene haciendo desde varios meses mi amiga Azul.”
Hoy se sabe que Ivo y Azul forman una pareja inseparable.   Él le
susurra  palabras de amor al oído y ella se deshace entre sus brazos.

miércoles, 7 de enero de 2015

"Las imágenes salvan"



                               Las imágenes salvan

Se lamentaban su partida. Todos. Todos aquellos que la amaban por ser como era. Alma estaba inerte como un ave baleada,  con sus ojos cerrados para siempre.
En un rincón del salón recordaban la afición de Alma  por la fotografía.  Desde muy pequeña lo demostraba. Usaba su intuición y su manera particular  de mirar las cosas.
Le atrapaban los amaneceres y atardeceres. En sus archivos de imágenes guardaba más de dos mil fotografías de esos instantes únicos.
A sus pies, su amiga Juana  recordaba  la última conversación que había sostenido con Alma. Ésta le había confesado que tenía un admirador de sus obras a través de internet. Ese muchacho que aparecía con el apodo: “Tochi” la había añadido como “amiga” y llegó a confesarle a Alma que esperaba ver sus ediciones con extrema ansiedad. Todos los días, a la misma hora, se conectaba para apreciarlas. Lo venía haciendo durante largos meses.
Un día Alma le propuso al muchacho que deseaba ver algunas de sus imágenes.  También ella estaba expectante por alguna devolución visual de su autoría. Entonces él fotografió un paisaje en donde las nubes blancas se entrecortaban sobre el cielo celeste.  A lo lejos se veía un cordón montañoso de un color indefinido.
Era una imagen simple tomada desde el interior del mismo  lugar.  Ella comentó su obra y lo animó a editar más imágenes siguiendo  ya que Alma adivinaba su inclinación  por la fotografía. Y Tochi así lo hizo.  Había registrado un cielo gris, con nubarrones oscuros dueños de una tormenta que se avecinaba. Nuevamente el cordón montañoso se divisaba en el horizonte.
Alma pensó primero que se trataba de un juego: fotografiar el mismo lugar desde un punto fijo y determinado previamente. Sin embargo, cuando vio la tercera imagen que el muchacho le había mandado, las montañas estaban algo desplazadas hacia la izquierda y una torre se erigía en el espacio. A ella le extrañó que eligiera siempre el mismo espacio. Además se preguntaba qué significaba una  torre tan alta allí.
Una tarde, Alma había viajado a un pueblo ribereño, cerca de las márgenes del río Coronda. La vegetación del lugar estallaba en colores brillantes. Mandó varias tomas  a su amigo virtual. De inmediato él le respondió: “¡Cómo quisiera ser parte de ese paisaje!”
Intrigada ante esa expresión,   le respondió: “Sólo hay  que llevar tu cámara adonde vayas, siempre encontrarás sitios bellos”.
Habían pasado algunos meses sin noticias del muchacho. De él sólo conocía su seudónimo y sus gustos por ver paisajes. Ella continuaba mandándole fotografías  de parajes hermosos del país. Él sólo respondía que al verlos era como estar allí, frente a los mismos. Se sentía un pájaro volando por encima de esos lugares.
Una mañana, cuando Alma se dirigía a su trabajo, escuchó en la radio la noticia que un hombre había sido liberado después de un largo juicio en donde se confirmaba su inocencia. Lo habían culpado por un secuestro que jamás había cometido. Dieron un nombre: José Deville,  alias Tochi.
Cuando el periodista lo entrevistó para saber cómo hizo  sobrellevar los duros momentos en la cárcel, él  le contestó: “Me evadía de la realidad mirando cientos de  imágenes bellas que capturaba una mujer. Se llama Alma”.
Juana volvió a mirar el rostro rígido de Alma. Pensó que no sólo los libros salvan, sino también salvan las imágenes. Y eso logró Alma: supo atraparlas para aquél que deseaba soñar…