Las imágenes
salvan
Se lamentaban su
partida. Todos. Todos aquellos que la amaban por ser como era. Alma estaba
inerte como un ave baleada, con sus ojos
cerrados para siempre.
En un rincón del
salón recordaban la afición de Alma por la
fotografía. Desde muy pequeña lo demostraba.
Usaba su intuición y su manera particular de mirar las cosas.
Le atrapaban los
amaneceres y atardeceres. En sus archivos de imágenes guardaba más de dos mil
fotografías de esos instantes únicos.
A sus pies, su amiga
Juana recordaba la última conversación que había sostenido con
Alma. Ésta le había confesado que tenía un admirador de sus obras a través de
internet. Ese muchacho que aparecía con el apodo: “Tochi” la había añadido como
“amiga” y llegó a confesarle a Alma que esperaba ver sus ediciones con extrema
ansiedad. Todos los días, a la misma hora, se conectaba para apreciarlas. Lo
venía haciendo durante largos meses.
Un día Alma le
propuso al muchacho que deseaba ver algunas de sus imágenes. También ella estaba expectante por alguna devolución
visual de su autoría. Entonces él fotografió un paisaje en donde las nubes
blancas se entrecortaban sobre el cielo celeste. A lo lejos se veía un cordón montañoso de un color
indefinido.
Era una imagen simple
tomada desde el interior del mismo lugar.
Ella comentó su obra y lo animó a editar más imágenes siguiendo ya que Alma adivinaba su inclinación por la fotografía. Y Tochi así lo hizo. Había registrado un cielo gris, con nubarrones
oscuros dueños de una tormenta que se avecinaba. Nuevamente el cordón montañoso
se divisaba en el horizonte.
Alma pensó primero
que se trataba de un juego: fotografiar el mismo lugar desde un punto fijo y
determinado previamente. Sin embargo, cuando vio la tercera imagen que el
muchacho le había mandado, las montañas estaban algo desplazadas hacia la
izquierda y una torre se erigía en el espacio. A ella le extrañó que eligiera
siempre el mismo espacio. Además se preguntaba qué significaba una torre tan alta allí.
Una tarde, Alma había
viajado a un pueblo ribereño, cerca de las márgenes del río Coronda. La
vegetación del lugar estallaba en colores brillantes. Mandó varias tomas a su amigo virtual. De inmediato él le
respondió: “¡Cómo quisiera ser parte de ese paisaje!”
Intrigada ante esa
expresión, le respondió: “Sólo hay que llevar tu cámara adonde vayas, siempre
encontrarás sitios bellos”.
Habían pasado algunos
meses sin noticias del muchacho. De él sólo conocía su seudónimo y sus gustos
por ver paisajes. Ella continuaba mandándole fotografías de parajes hermosos del país. Él sólo
respondía que al verlos era como estar allí, frente a los mismos. Se sentía un
pájaro volando por encima de esos lugares.
Una mañana, cuando
Alma se dirigía a su trabajo, escuchó en la radio la noticia que un hombre
había sido liberado después de un largo juicio en donde se confirmaba su
inocencia. Lo habían culpado por un secuestro que jamás había cometido. Dieron
un nombre: José Deville, alias Tochi.
Cuando el periodista
lo entrevistó para saber cómo hizo sobrellevar
los duros momentos en la cárcel, él le
contestó: “Me evadía de la realidad mirando cientos de imágenes bellas que capturaba una mujer. Se llama
Alma”.
Juana volvió a mirar el rostro rígido de
Alma. Pensó que no sólo los libros salvan, sino también salvan las imágenes. Y eso logró Alma: supo atraparlas
para aquél que deseaba soñar…
No hay comentarios:
Publicar un comentario