lunes, 12 de octubre de 2015

                                                     
                                                             La araucana

El  rostro de la mujer araucana delataba  una  gran angustia.
Tenía destrozada su alma. Tiempo atrás, ella vivía en pleno corazón de la provincia de Neuquén con su esposo, en terrenos aledaños al  Llao Llao.
Contaban con  unas pocas vacas lecheras, a las que ordeñaba a diario. Eran el sostén del hogar.
Cuando la vi, ella notó en mí una gran intriga que se desprendía de mis ojos absortos ante su amargura, entonces comenzó a entablar con diálogo conmigo.
           De a poco mi  intriga se fue desvaneciendo ante sus quebrantadas  palabras. Me dijo que  hacía seis meses unos hombres bien vestidos y con papeles en sus manos, se presentaron en su campito amado aduciendo que debía retirarse ella y su compañero, porque esas tierras ya no le pertenecían. Venían de parte de una empresa importante cuyo móvil era edificar un gran hotel internacional.
—Ahora estamos viviendo en un barrio en donde las casas son todas iguales, ni patio tenemos— explicó con mucha congoja.
Me imaginé su estado de desesperación, y continuó:
—El gobierno del municipio nos da cada mes un subsidio, pero eso a mí no me gusta. He vivido dignamente con mis trabajo, pero ahora…
Le pasé mis manos por su cabeza y le dije:
—La entiendo, créame. Ojalá pudiera  hacer algo por Ud.  Pero yo sólo soy una persona más  que vive las injusticias como tantos habitantes de este país.
                                                                              Gladys Taboro

                                                       
                                 

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