Testigo
de una tragedia
Iba
a seguir hablando pero al verla tan delgada y demacrada a esa extraña mujer
caminando por la costa, preferí apartarme del grupo de turistas para seguir sus
pasos.
Intuía
que algo espeluznante iba a suceder. Rara vez mis premoniciones se
malogran. Ella continuaba caminando
temblorosa, dubitativa y oscura. Se
descalzó apoyándose en una de las rocas cercanas al muelle. Dejó sus sandalias
negras en la arena y siguió andando. Hice todo lo posible para que no advirtiera mi presencia. De vez en cuando
me ocultaba entre algunos pescadores que empezaban a llegar con sus redes.
La
mujer apresuró su caminar meciendo el cuerpo con nerviosismo. El sol se hundía
en las aguas oscuras y el frío avanzaba. La figura escuálida, casi fantasmal,
se introducía en el mar. Yo estaba a cien metros de su persona y la vi
desaparecer fugazmente entre las espumas de las olas saladas. Corrí con todas
mis fuerzas y grité, grité tanto hasta quedar sin voz. Nadie me escuchaba, mis
gritos quedaban suspendidos en el aire de gaviotas. Y después la nada. Su
cuerpo fue tragado entre espantos. Me arrodillé en las arenas húmedas y empecé
a llorar de rabia y de dolor. No pude salvarla. No pude. El viento marino me
acercó un papel escrito con tinta roja. Un poco mojado, algo averiado. Lo tomé
y leí ávidamente:
“Quisiera
esta tarde divina de octubre
pasear por la orilla lejana del mar;
que
la arena de oro, y las aguas verdes,
y
los cielos puros me vieran pasar”.
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