martes, 1 de diciembre de 2015

                                   Testigo de una tragedia
Iba a seguir hablando pero al verla tan delgada y demacrada a esa extraña mujer caminando por la costa, preferí apartarme del grupo de turistas para seguir sus pasos.
Intuía que algo espeluznante iba a suceder. Rara vez mis premoniciones se malogran.  Ella continuaba caminando temblorosa, dubitativa y oscura.  Se descalzó apoyándose en una de las rocas cercanas al muelle. Dejó sus sandalias negras en la arena y siguió andando. Hice todo lo posible para que  no advirtiera mi presencia. De vez en cuando me ocultaba entre algunos pescadores que empezaban a llegar con sus redes.
La mujer apresuró su caminar meciendo el cuerpo con nerviosismo. El sol se hundía en las aguas oscuras y el frío avanzaba. La figura escuálida, casi fantasmal, se introducía en el mar. Yo estaba a cien metros de su persona y la vi desaparecer fugazmente entre las espumas de las olas saladas. Corrí con todas mis fuerzas y grité, grité tanto hasta quedar sin voz. Nadie me escuchaba, mis gritos quedaban suspendidos en el aire de gaviotas. Y después la nada. Su cuerpo fue tragado entre espantos. Me arrodillé en las arenas húmedas y empecé a llorar de rabia y de dolor. No pude salvarla. No pude. El viento marino me acercó un papel escrito con tinta roja. Un poco mojado, algo averiado. Lo tomé y leí ávidamente:

“Quisiera esta tarde divina de octubre
 pasear por la orilla lejana del mar;
que la arena de oro, y las aguas verdes,
y los cielos puros me vieran pasar”.
                         

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