viernes, 9 de febrero de 2018


                                  La mujer del velo en el rostro

Al final de la calle de los cipreses, está la casa más antigua del lugar.
El rechinar de una puerta, finamente labrada, la delata. Ella, la mujer del velo en el rostro, sale apresurada.
No siente la gélida noche. Camina con pasos etéreos, sin ruidos y con su  vista fija hacia adelante.
Pisa sobre un mundo que no conoce, sin embargo  porta una sonrisa leve y congelada debajo de su velo traslúcido. Tiene un deseo: encontrarlo. Hallar a su hacedor, a su gran amor, a su Antonio. Lo extraña como sólo dos amantes lo sienten. Recuerda los días y las horas que se desgranaron entre sus manos…manos de artista que modelaban con pasión.
Su piel marmolada se torna púrpura decolorado y sus venas azulinas parecen contraerse cuando tirita. Sola y cansada prosigue la búsqueda y pasa por un lugar sombrío y glacial. Entra y nadie respira allí. Todos duermen un sueño profundo. Muy profundo. Se detiene ante una lápida blanca como ella misma y entre unas flores secas se puede observar algo escrito. Lee ávidamente:   “Antonio Corradini, 1688-1752. Tus amigos escultores te recordarán por siempre”.
La mujer del velo en su rostro empieza a llorar. Mucho tiempo había pasado desde que él depositara por última vez sus manos habilidosas sobre ella, cuando a golpes suaves de cincel fue haciendo que el velo de mármol semejara una fina seda.  Entonces comprende el porqué de su ausencia. Y sigue con un llanto descontrolado y apretando en su garganta el dolor de haberlo perdido.
Resignada vuelve al refugio que huele aún a mármol, arcilla, madera, piedra, bronce, yeso…Se sube al pedestal marmolado. Y allí, triste y solitaria, inmortaliza  su rostro y su cuerpo protegidos por el débil velo. La expresividad y el misterio son fascinantes para los amantes del arte que la visitan extasiados por la sensualidad lograda por Antonio. Aquel Antonio que la hacía vibrar con maestría.
                                Gladys Taboro



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