Fragmento de mis experiencias docentes, extraído del libro "32 años"
"...Y llegó el día de empezar a trabajar como maestra titular en la Escuela 269
Mariano Moreno de la pequeña localidad de Crispi.
Recibí a los niños de
segundo y tercer grado con un cariño merecedor, natural y sincero. Ellos me
aceptaron con su respeto, su timidez y sus silencios expectantes … Y a partir
de entonces, empecé a descubrirlos uno a
uno, de a poco, dialogando mucho al comienzo para conocerlos, para ganarme la confianza, para que vean en mí, una docente que los aceptaba con alegría.
Esos nenes y nenas eran el universo y la razón de ser para mí. Yo estaba lejos
de mi familia y ellos colmaron, desde ese día, todo mi ser. Oía mi voz interior que pronunciaba: "Hay que amar. Hay que entregarse. Hay que
acompañar".
Planificaba diariamente
dedicando muchas horas en la búsqueda del desarrollo de clases
atractivas, sugestivas, vinculadas con el verdadero interés de mis alumnos,
quienes debían adquirir los conocimientos necesarios para la vida, para
desarrollarse como integrantes de una sociedad luchadora, ansiosa de actuar en
libertad.
Enseñar con libertad. Amar
la libertad a pesar que el momento histórico era otro: la dictadura se había
establecido con fuerza.
Sin embargo, mis niños y
yo fuimos construyendo un Universo que
se fue adhiriendo a las paredes del aula cada día, en todo momento.
En Pedagogía se habla a
menudo que todo educador debe impartir conocimientos pero nada se explica cómo
hacerlo sin involucrar a los sentimientos. Al amor. Al sentir cuasi maternal
que fluye. Que perdura a través del tiempo. Estoy de acuerdo con la expresión:
“Todo niño aprende sólo de aquel a quien ama”, entonces… ¿Cómo separar lo
académico y pedagógico del amor?
En el aula me sentía
libre, mis alumnos se sentían libres. Con seguridad puedo afirmar que ellos
fueron educados en libertad. Los orientaba y guiaba en forma individualizada,
procurando darle a cada uno lo que necesitaba, observando sus capacidades
intelectuales y respetándolas especialmente. Deseaba que se expresaran
naturalmente, sus opiniones tenían mucha validez y era bueno escucharlas.
No dejé de alentarlos, de estimularlos y comprenderlos especialmente
cuando transitaban momentos difíciles, lo que generaba aún más un espacio para
la contención.
Tuve niños que necesitaron
de mi atención fuera de las horas escolares. El tiempo del aula no bastaba, por
lo tanto los invitaba a ir a mi vieja pensión. Allí reforzábamos los contenidos
que no habían incorporado…siempre hubo y habrá alumnos con capacidades
diferentes. Y cada uno de ellos merece atención personalizada. La autoestima,
en todos los casos, es el motor que no debe apagarse, de ella jamás hay que
olvidarse para tenerla en cuenta y no dañar el yo interior de cada uno.
Siempre consideré que el
cultivo de la creatividad merecía un lugar para destacar. El dibujo y la
imaginación, la invención de cuentos y las dramatizaciones debían estar siempre
presentes en esos seres tan puros y maleables como arcilla blanda.
A menudo solíamos observar
el cielo para contemplar las diversas y caprichosas formas de las nubes
blancas, grises, negras o rosadas, sobre
el manto celeste del cielo. Y entonces, echando vuelos imaginarios, mis
pequeños se transformaban en “descubridores” de figuras. ¡Las ocurrencias
surgidas nos hacía reír tanto!
Experimenté el cariño que
recibía de esos chicos. Me respetaban y los respetaba. En ocasiones iban a visitarme en horas libres, tan sólo para saludarme, o conversar o compartir un té. Otras veces me invitaban a
pescar mojarras en las cunetas que rebalsaban de agua después de las
lluvias...Íbamos de picnic a orillas de la quinta del viejo ermitaño que vivía
rodeado de durazneros y ciruelos en esa hectárea mística…Fueron muchas las
caminatas realizadas por el camino central, disfrutando a pleno todo lo que el
pueblito nos ofrecía dentro del radio de sus escasas manzanas, entre el verde
intenso de sus campos, al alcance de la mano..."
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