viernes, 31 de marzo de 2017

Fragmento de mis experiencias docentes, extraído del libro "32 años"

"...Y llegó el día de empezar a trabajar como maestra titular en la Escuela  269 Mariano Moreno de la pequeña localidad de Crispi.
Recibí a los niños de segundo y tercer grado con un cariño merecedor, natural y sincero. Ellos me aceptaron con su respeto, su timidez y sus silencios expectantes … Y a partir de entonces, empecé  a descubrirlos uno a uno, de a poco, dialogando mucho al comienzo para conocerlos, para ganarme la confianza, para que vean en mí, una docente que los aceptaba con alegría. Esos nenes y nenas eran el universo y la razón de ser para mí. Yo estaba lejos de mi familia y ellos colmaron, desde ese día, todo mi ser.  Oía mi voz interior que pronunciaba: "Hay que amar. Hay que entregarse. Hay que acompañar". 
      Planificaba  diariamente  dedicando muchas horas en la búsqueda del desarrollo de clases atractivas, sugestivas, vinculadas con el verdadero interés de mis alumnos, quienes debían adquirir los conocimientos necesarios para la vida, para desarrollarse como integrantes de una sociedad luchadora, ansiosa de actuar en libertad.
Enseñar con libertad. Amar la libertad a pesar que el momento histórico era otro: la dictadura se había establecido con fuerza.
Sin embargo, mis niños y yo fuimos construyendo un  Universo que se fue adhiriendo a las paredes del aula cada día, en todo momento. 
En Pedagogía se habla a menudo que todo educador debe impartir conocimientos pero nada se explica cómo hacerlo sin involucrar a los sentimientos. Al amor. Al sentir cuasi maternal que fluye. Que perdura a través del tiempo. Estoy de acuerdo con la expresión: “Todo niño aprende sólo de aquel a quien ama”, entonces… ¿Cómo separar lo académico y pedagógico del amor?
En el aula me sentía libre, mis alumnos se sentían libres. Con seguridad puedo afirmar que ellos fueron educados en libertad. Los orientaba y guiaba en forma individualizada, procurando darle a cada uno lo que necesitaba, observando sus capacidades intelectuales y respetándolas especialmente. Deseaba que se expresaran naturalmente, sus opiniones tenían mucha validez y era bueno escucharlas.
     No dejé de alentarlos, de estimularlos y comprenderlos especialmente cuando transitaban momentos difíciles, lo que generaba aún más un espacio para la contención.
Tuve niños que necesitaron de mi atención fuera de las horas escolares. El tiempo del aula no bastaba, por lo tanto los invitaba a ir a mi vieja pensión. Allí reforzábamos los contenidos que no habían incorporado…siempre hubo y habrá alumnos con capacidades diferentes. Y cada uno de ellos merece atención personalizada. La autoestima, en todos los casos, es el motor que no debe apagarse, de ella jamás hay que olvidarse para tenerla en cuenta y no dañar el yo interior de cada uno.
Siempre consideré que el cultivo de la creatividad merecía un lugar para destacar. El dibujo y la imaginación, la invención de cuentos y las dramatizaciones debían estar siempre presentes en esos seres tan puros y maleables como arcilla blanda.
A menudo solíamos observar el cielo para contemplar las diversas y caprichosas formas de las nubes blancas, grises,  negras o rosadas, sobre el manto celeste del cielo. Y entonces, echando vuelos imaginarios, mis pequeños se transformaban en “descubridores” de figuras. ¡Las ocurrencias surgidas nos hacía reír  tanto!
Experimenté el cariño que recibía de esos chicos. Me respetaban y los respetaba. En ocasiones iban a visitarme en horas libres, tan sólo para saludarme, o conversar o compartir un té. Otras veces me invitaban a pescar mojarras en las cunetas que rebalsaban de agua después de las lluvias...Íbamos de picnic a orillas de la quinta del viejo ermitaño que vivía rodeado de durazneros y ciruelos en esa hectárea mística…Fueron muchas las caminatas realizadas por el camino central, disfrutando a pleno todo lo que el pueblito nos ofrecía dentro del radio de sus escasas manzanas, entre el verde intenso de sus campos, al alcance de la mano..."


No hay comentarios:

Publicar un comentario