La mujer del velo en el rostro
Al final de la calle de los
cipreses, está la casa más antigua del lugar.
El rechinar de una puerta,
finamente labrada, la delata. Ella, la mujer del velo en el rostro, sale
apresurada.
No siente la gélida noche. Camina
con pasos etéreos, sin ruidos y con su
vista fija hacia adelante.
Pisa sobre un mundo que no conoce,
sin embargo porta una sonrisa leve y
congelada debajo de su velo traslúcido. Tiene un deseo: encontrarlo. Hallar a
su hacedor, a su gran amor, a su Antonio. Lo extraña como sólo dos amantes lo
sienten. Recuerda los días y las horas que se desgranaron entre sus manos…manos
de artista que modelaban con pasión.
Su piel marmolada se torna púrpura
decolorado y sus venas azulinas parecen contraerse cuando tirita. Sola y
cansada prosigue la búsqueda y pasa por un lugar sombrío y glacial. Entra y
nadie respira allí. Todos duermen un sueño profundo. Muy profundo. Se detiene
ante una lápida blanca como ella misma y entre unas flores secas se puede
observar algo escrito. Lee ávidamente: “Antonio Corradini, 1688-1752. Tus amigos
escultores te recordarán por siempre”.
La mujer del velo en su rostro
empieza a llorar. Mucho tiempo había pasado desde que él depositara por última
vez sus manos habilidosas sobre ella, cuando a golpes suaves de cincel fue
haciendo que el velo de mármol semejara una fina seda. Entonces comprende el porqué de su ausencia.
Y sigue con un llanto descontrolado y apretando en su garganta el dolor de
haberlo perdido.
Resignada vuelve al refugio que
huele aún a mármol, arcilla, madera, piedra, bronce, yeso…Se sube al pedestal
marmolado. Y allí, triste y solitaria, inmortaliza su rostro y su cuerpo protegidos por el débil
velo. La expresividad y el misterio son fascinantes para los amantes del arte
que la visitan extasiados por la sensualidad lograda por Antonio. Aquel Antonio
que la hacía vibrar con maestría.
Gladys Taboro