sábado, 27 de febrero de 2016

DIARIO DE VIAJE:

PARQUE PROVINCIAL ISCHIGUALASTO:

Patrimonio natural de la humanidad


   Cuando por primera vez visité el parque pcial. Ischigualasto (año 2011) ubicado al N. de la pcia. de San Juan, Argentina, tuve una extraña sensación al pisar ese suelo gris ceniciento, con areniscas y figuras gigantescas. La vasta superficie de 63.000 has. formaba ante mis ojos una escenografía ancestral con un caudal de rocosas y antojadizas formaciones que delataban las huellas de un pasado inmemorial. Sabía que debajo de la superficie desértIca, se hallaban los restos de los dinosaurios más antiguos que haya conocido la ciencia, razón por la cual se comenzó a proteger celosamente toda el área.
Hoy, a sólo diez días de retornar al lugar, una mezcla de nostalgia y asombro se apoderó de mí. La fusión del cerúleo del firmamento con el grisáceo polvo debajo de mis pies, seguían intactos; no así algunas de las extrañas esculturas labradas por los artistas como el viento, el agua, la amplitud térmica y el tiempo. Las caprichosas formas conocidas popularmente como “El gusano” y “El submarino” se habían extinguido, quedando sólo escombros oscuros en el lugar donde se erigían. Y cuando llegué hasta el sector icónico de  la “Cancha de bochas”, mi desconcierto fue aún mayor: las decenas de bolas de distintos tamaños, algunas tan redondas como pelotas e increíblemente pulidas sólo por la naturaleza, se habían reducido en  tamaño y en cantidad…
Luego me detuve atónita frente al Valle Pintado o Valle de la luna con decenas de elevaciones cónicas y de variados  tonos provenientes de los minerales que las forman.
Cerré mis ojos mientras mis pensamientos reconstruían una parte importante de la evolución de la tierra. Estaba allí, en el lugar mismo donde fue el origen de los primeros dinosaurios en el período Triásico de la Era Mesozoica…




jueves, 25 de febrero de 2016

                                          Silencio…un niño duerme
Silencio…silencio porque un niño duerme.
Tiene sueños profundos que atraviesan el espacio. También los desiertos y las selvas.
Sueños que le permiten tocar las estrellas y bajar una para su mamá. Sueños
 que lo transportan a jugueterías repletas de placeres lúdicos y hasta puede 
escoger un rompecabezas de gatos, colibríes, sándalos y fresias.
El niño duerme y sueña…no hay que despertarlo.

Fotografía de la autora

martes, 23 de febrero de 2016

DIARIO DE VIAJE
 ESTEROS DEL IBERÁ, PROVINCIA DE CORRIENTES, ARGENTINA
                                                      Segunda  parte
Navegando por los arroyos Corrientes y el Miriñay  pudimos avistar carpinchos junto a sus parejas y sus crías, de yacarés overos y negros,  ciervos de los pantanos pastando apaciblemente y cientos de aves atractivas por el color de sus plumajes y por sus trinos. El guía nos informaba que la población de estas especies fueron recuperadas gracias a la creación de la Reserva Natural hace 32 años. Anteriormente la caza indiscriminada de yacarés para la fabricación de zapatos y carteras, como así también la búsqueda de carpinchos por su cuero y su carne, el número de éstos iban disminuyendo de manera abismal. La caza de ciervos tomada como “deporte”, hizo que estos cérvidos estuviesen a punto de extinción.
En el presente, por fortuna, estas especies ya no sienten al hombre como una amenaza e increíblemente los visitantes lo comprobamos.  Las aves se acercaban a la lancha, los yacarés parecían esperarnos posando apaciblemente bajo el sol invernal .para posibilitar fotografiarlos y filmarlos, sintiendo nuestras pulsaciones generadas por la adrenalina alta. Con el motor detenido, dentro de un silencio interrumpido por algunos chillidos de las garzas moras y blancas, o teros sobrevolando la laguna, o por los gritos de los chajás cuidando a sus crías, o los ladridos de los carpinchos entre juegos sexuales,  gozamos de una experiencia decididamente memorable.



domingo, 21 de febrero de 2016

DIARIO DE VIAJE
 ESTEROS DEL IBERÁ, PROVINCIA DE CORRIENTES, ARGENTINA
Primera parte
De cada viaje queda en nuestra memoria las imágenes  observadas, pero además los recuerdos en donde intervienen los otros sentidos en su totalidad, más aún cuando el sitio elegido se adueña de todas las percepciones que un ser humano puede atesorar.
Y hay experiencias inolvidables que seguramente permanecerán claras y vívidas por la intensidad, por  la adrenalina y por la singularidad del impacto.
Me refiero a la navegación por los Esteros del Iberá, ubicados en el norte de la provincia de Corrientes, república Argentina. Es un refugio de vida silvestre y uno de los humedales más importantes y con mayor biodiversidad del mundo. Con el propósito de preservarlo se creó en el año 1983 la Reserva Natural de Iberá.
 “Iberá” en lengua guaraní, significa “aguas que brillan”. La superficie está compuesta por más de sesenta lagunas con una profundidad entre 2 y 3 metros, emergiendo numerosas islas flotantes, también llamadas “embalsados”. Estas formaciones son colonizadas por plantas acuáticas y pequeños arbustos. La combinación de verdes se entremezclan con el color oscuro de sus aguas estancadas,  mezclándose los camalotes con las amapolas de agua, la ortiga acuática, repollitos de agua, achiras  y  juncos.           
Luego de media hora de travesía, el guía que manejaba la lancha detuvo el motor para evitar el ruido y de esa manera poder trasladarnos silenciosamente hacia el descanso izquierdo del brazo de agua. Dirigimos la mirada hacia un sector del pajonal en donde descansaban bajo el sol una hembra de yacaré con sus tres crías de unos 15 cm. de largo.

Aprovechamos para congelar las imágenes con nuestras cámaras mientras la hembra, con sus movimientos desafiantes nos avisaba que no éramos bienvenidos. Proseguimos la navegación e íbamos descubriendo más yacarés, algunos con los ojos cerrados, otros con la boca abierta mostrando sus fauces de un color rosa suave y refulgente, mostrando los dientes, enfilados y atentos como pequeños centinelas blancos.  Parecían estatuas amenazantes y sin embargo, desbordaban paz y tranquilidad.

Y así, lentamente, nos fuimos acercando a otras islas flotantes para seguir descubriendo la flora y la fauna  tan rica dentro de este verdadero paraíso de vida silvestre.


sábado, 20 de febrero de 2016

                                    Llega el domingo

Llega el domingo y …¿visitarás a tus abuelos? Seguramente  sí. Quizá no... porque habías decidido pasar el día con amigos. Y eso  está bien, sólo que debes incluir en tu agenda, además, la visita a tus abuelos. Ellos te esperan siempre. Se colman de alegría con tu presencia, te necesitan, disfrutan de tu compañía y de tus palabras.
Recordá que a la vida se la puede graficar como una rueda que no deja de girar. Hoy sos nieto, mañana serás abuelo. Y las soledades que ocasionas a ellos hoy, serán irremediablemente, las tuyas en el futuro.



jueves, 18 de febrero de 2016

Las olas no pueden  borrar los “Te amo” de la arena,
ni  las huellas de  los niños jugando.
Tampoco las miradas de las familias  extasiadas
ante  los frutos que el mar devuelve a la costa.
Ni los abrazos de las parejas soñadoras.
Ni los ocasos tatuados en los guijarros.
Ni los amaneceres del pescador con su caña.
Todo queda allí aunque no se vean.
                Son los recuerdos, tan solo los recuerdos…

miércoles, 17 de febrero de 2016

La última gota de lluvia
trémula e indecisa,
 colgada de la afilada hoja,
duda si caer o no…
Presiente su final y lo enfrenta,
mientras tanto mira a las otras
que ya cayeron,
que ya se hundieron en la tierra.


martes, 16 de febrero de 2016

                                             El encantador de orcas

El primer día en que Dalma lo vio, le pareció estar frente una estampa de fantasía. El hombre, con  el agua que  le llegaba a su cintura, las acariciaba. No era una, sino varias. Nadaban en grupo y el  clima de amistad se adivinaba desde la costa plagada de cantos rodados y conchillas marinas.
              Comenzó el viento marino a soplar trayendo a los oídos de  la muchacha, el sonido de la música de la armónica que el hombre comenzaba a ejecutar.
   Ella se restregó los ojos. Los cerró y los volvió a abrir lentamente.   Quedó inmóvil en ese atardecer frío y gris, absolutamente frío y gris, cuando él las volvió a tocar suavemente con sus manos.  Ellas viraban alrededor suyo y se alejaban mansamente.
             Contagiada de la placidez del entorno, comenzó a acercarse al hombre. Él sintió su presencia,  salió del mar y la saludó con un “hola”. Se miraron largamente, como si la magia que impregnaba la orilla del mar se prolongaba y los envolvía.
              Dalma,  con el afán de saber si era realidad o un sueño lo que había visto, le preguntó cómo se atrevía a estar tan cerca de las orcas.  Él la invitó a un lugar donde estuviesen al resguardo del viento helado y así narrarle la historia.
             Se dirigieron a unos pocos metros de allí, en una especie de refugio.  Prendió unos leños, se quitó el equipo de neoprene y buscó una bebida alcohólica que  vertió en un vaso de vidrio azul.  Invitó a la muchacha a beber el primer sorbo y se sentaron en unos bancos forrados de cuero de oveja. Entonces el encantador de orcas  empezó a contar  su experiencia de vida.
            Le dijo que un día, siendo muy pequeño, soñaba con “andar en orca”. Su padre sonreía ante esa ilusión y le contaba historias de orcas asesinas.  “Las dueñas de los océanos”  mataban sin piedad a las focas para devorarlas en sólo unos instantes.  Sin embargo  él escuchaba ese relato y no estaba  convencido de la crueldad de esos cetáceos.
            De grande decidió prepararse para ser guardafauna. Siempre había sentido  deseos de velar por el equilibrio en la naturaleza. Comenzó sus primeros trabajos custodiando  la fauna del  golfo para luego  decidir su permanencia allí.
            El muchacho sonrió y continuó relatando a Dalma que había comprendido que debía tirar las anclas en ese lugar sureño y pasar a ser parte del mismo.
            Al principio filmaba y fotografiaba el comportamiento de las orcas. Escribía desde la orilla sus conductas y hábitos. Fue una década completa de análisis y observaciones. 
Una mañana, cuando los tintes dorados se reflejaban en el mar, tomó su armónica e intentó cautivarlas. Ellas se acercaban y le brindaban su amistad. Luego se alejaban y volvían a dirigirse hacia la costa como invitándolo a introducirse entre las olas. Ellas se fueron convirtiendo algo así como  su familia del mar y él como un amigo de la orilla.
            Muchas veces las alimentaba y compartieron noches de luna, amaneceres y ocasos.  Una tarde, remando su kayak se introdujo un poco más en las aguas y ellas  danzaban alrededor suyo, mientras se comunicaban cada cual en su idioma.
             El muchacho fue comprendiendo que las orcas son  animales  muy inteligentes.  No son asesinas. Se alimentan de focas por necesidad aún arriesgando sus propias vidas. Son compañeras de viaje en el mundo donde todo está relacionado. Lo que a ellas les pudiera ocurrir, tarde o temprano le podría  ocurrir a los humanos…
            Se hizo un gran silencio en medio de la charla. La noche estaba presente y el viento de la Patagonia silbaba con fuerza.  Ni Dalma ni el guardafauna supieron por qué se abrazaron fuertemente. Tal vez porque ambos estaban convencidos de que el Universo está hecho para compartirlo.
   






lunes, 15 de febrero de 2016


                                        Todas juntas
Aquí, en la galería de jazmines, van creciendo las gotitas saladas sobre la frente.  Una se detiene en el entrecejo, se nota indecisa…Otra tambalea y se tira de cabeza por una de las sienes rodando hasta el hombro. Es pesada y más obesa que la anterior.  La más delgada y grácil  va juntando a otras para colgarse del lóbulo de la oreja izquierda.
La gota valiente trata de aferrarse a las pestañas, pero la vence el peso y se desarma en el suelo.

Pobres gotas transparentes excretoras de toxinas. Al fin y al cabo van suicidándose de a una, estampándose contra el piso. 

domingo, 14 de febrero de 2016

                                                           Don Fausto  (Relato)

Cuando era docente, recorría  las calles de mi ciudad cada diez años en busca de  datos censales de  la población. Recuerdo que el sector que me correspondía visitar  tenía muchos edificios altos. En cada piso había numerosos departamentos con largos pasillos  encerados. Esos edificios se fueron triplicando  en menos de treinta  años. El Municipio construía moles  en terrenos que eran del Estado, otorgando  la posibilidad  de una vivienda digna para  aquellas  familias que tuvieran al  menos dos hijos.
En aquellos tiempos no escaseaba el trabajo. Las fábricas vertían sus humos al aire sin pausas. También fueron creciendo las industrias sin chimeneas: llegaban a la ciudad centenares de turistas atraídos por las aguas termales. La población iba creciendo a pasos gigantescos.
Década tras década me sumergía en el complejo edilicio a fin de  solicitar la información  requerida  a cada morador. Mi tarea insumía largas horas.
 Cuando las planillas quedaban completas con  todos los datos recabados, me dirigía a la vivienda de  Don Fausto, que estaba en medio de  medio de las

elevadas torres. En el predio de la  humilde casa,   se divisaba un ombú  imponente y  un pequeño corral con un caballo atado.  La escena era casi una ilusión óptica o tal  vez un dibujo absurdo.  Parecía un desatino contemplar aquellas construcciones tan  altas a diestra y siniestra. Hasta  por detrás de la casa de Don Fausto ellas se veían como gigantes airosas.
La primera vez que me presenté como censista, él vivía con su compañera Elva, una mujer menuda y de piel  trigueña, con la que había compartido la vida entera. Ambos  me habían recibido con una sonrisa amplia y complaciente. Nos sentábamos en unas  sillas de madera y paja de la isla, cerca de la ventana que daba  al patio, frente al ombú generoso que regalaba su  sombra. Creo que ellos no sabían el día y la hora de  mi visita, sin embargo, cosa extraña, me esperaban con pan crujiente recién sacado del horno de barro. Y comenzábamos la tarea siguiendo el cuestionario tedioso. Intercalábamos diálogos ajenos a la serie de preguntas. Era hermoso conversar con ellos.
Don Fausto había aprendido a leer gracias a la paciencia de Elva. Ella había ido a la escuela del campo donde se crió. Fueron sólo  tres años de escolaridad, los suficientes para aprender a leer y a escribir.  “Apenas aprendí lo necesario”, me decía con una sonrisa picarona. “A Fausto le gusta que lea en voz alta las estrofas de  “Fausto” en honor a su nombre. ¿Conoce Ud. a su autor señorita?”,  me preguntó ese  día.
Me di  cuenta que a ella le gustaba mucho leer. En la casa tenían algunos libros  de poesía gauchesca y otros de relatos fantásticos. “Los trajo mi hermano que vive en  Tucumán. Hace mucho que no viene por acá”, me dijo mientras los acercaba a la  mesa. Noté que estaban desgastados de tanto leerlos.
Ellos vivían humildemente y eran felices. Lo delataba la mirada dulce que se  prodigaban ambos al conversar.
 Amaban a su viejo caballo que tenía en el patio, detrás de unos tablones improvisados.    Lo alimentaba con fardos y nunca le faltó la palmada cariñosa de ambos. Ya no lo montaba  más. El pobre animal tenía tantos años que apenas se movía.
 Transcurridos otros diez años y casi como un ritual, volvía nuevamente a la vivienda  De Don Fausto.
  Como en las anteriores visitas, golpeaba mis manos para anunciarme. Entonces  Fausto abría nuevamente una especie de portón de chapa oxidada para invitarme a  pasar. Confieso  que era un solaz entrar a su casa luego de estrecharle su mano. 
. Quizá porque era poseedor de una calidez humana admirable y de una gran sabiduría, la que otorga el trabajo, la familia y los años.
   Finalmente, el año pasado, cuando por tercera vez debía volver a la casa de Don  Fausto, éste me atendió con un rictus venial dibujado en sus labios. La sonrisa de  siempre se había ausentado. No  hubo  panes crujientes y Elva no estaba para  recibirme con sus ojos chispeantes. La figura del viejo caballo no se contemplaba y  Don Fausto era una sombra más junto a la del ombú.
   Una vez dentro de la casa me contó que en los últimos meses pasaron muchas  cosas. Acontecimientos tristes por cierto. Elva se había convertido en estrella al  cumplir los ochenta años. Al poco tiempo, su “matungo” hizo lo propio. La espalda del anciano se había arqueado por el tiempo y por el dolor.  Lo abracé y lo sentí un amigo.
 Luego nos sentamos y  guardé mis planillas y el lápiz dentro del bolso. 
Don Fausto me relató  que las autoridades municipales le habían ordenado el desalojo de su vivienda, prometiéndole una nueva en el barrio de la zona sur. El planeamiento de una torre para veinte viviendas estaba proyectado en el lugar.    “¿Qué piensa Ud. hacer?” pregunté titubeando.    “No pienso moverme de mi casa.  Soy como el ombú, con sus raíces afirmadas en esta tierra. Además, debajo de esta sombra, la tengo a ella. Sus cenizas las sepulté acá porque así fue lo que me pidió al partir. Yo cumplí. De acá no me iré”.
  Sentí un nudo  en mi cuello. Me levanté de la silla y fui al patio que se achicaba entre las sombras de los edificios circundantes. Apenas un rayo de sol caía sobre nuestras cabezas. Miré a Don Fausto y le dije susurrando:
   “Yo haría lo mismo…”



jueves, 11 de febrero de 2016

                                               
                                             La  fuente
              
El timbre del portero sonó varias veces en el momento en que terminaba de ducharme. Me vestí rápidamente  y fui a atender.
El periodista se había adelantado casi una hora. Ya estaba frente a la puerta de entrada para realizar la entrevista pactada unos días antes. Lo invité a pasar y a sentarnos cómodamente en los sillones blancos próximos al ventanal enmarcado por un enorme jazmín de lluvia.
Con un micro grabador en la mano derecha y unos anotadores en la izquierda, inició la conversación manifestando su deseo de conocer mi vida de escritora y cómo me había iniciado en el arte de escribir.
Le pregunté si él  disponía de tiempo suficiente, ya que insumiría varios minutos para narrar parte de la historia que fue determinante en mi vida de escritora. Comencé recordando momentos inolvidables:
 Nací  hace treinta y dos años frente a los Cerros de los siete colores, en un  pueblito cercano  a  San Salvador de Jujuy. Mi madre me dio a luz en el instante en que mi padre la abandonaba siguiendo las huellas de la “Porteña”, una mujer de cabeza platinada dueña de un cabaret de la capital. Mi pobre madre supo del engaño y del desasosiego que se agigantaban entre las montañas que parecían abrazar a nuestro rancho de adobe y techo de paja.
Fui creciendo en medio de la pobreza pero sin llegar a la mendicidad. Mi madre lavaba la ropa de los mineros de la cantera de uranio. Lo hacía con sus manos ajadas y huesudas.  Recuerdo su semblante sereno como si ofreciera esa dura tarea a los ángeles o al  mismo Dios.
 A los seis años ingresé a la escuela rural. Para llegar hasta ahí, mi madre montaba una mula y yo detrás de ella, tomando su cintura fuertemente. Cabalgábamos por más de media hora y llegábamos antes de que saliera el sol. El cansancio era compensado con el recibimiento cálido del maestro que había tomado el cargo vacante.   Era un joven decidido a enfrentar el desafío de los sitios olvidados del país.
Yo lo veía tan alto, con su delantal blanco  y su tez trigueña. Su afabilidad espontánea contagiaba  a los alumnos por hacer de cada clase, un templo donde nos elevábamos gozosamente. Con él aprendí las primeras letras y los cálculos matemáticos que fueron, sin dudas,  un obstáculo en mi escolaridad. A mí me gustaba leer y escribir. El maestro había descubierto mi pasión por la escritura. Es por eso que todos los días, antes de comenzar la jornada diseminaba libros de distintos tamaños sobre la mesa de madera de cardón. Los había de tapas duras y blandas, algunos nuevos con olor a imprenta y otros  viejos y ajados pero con unas lecturas que no se olvidan jamás.  Descubrí que eran de diversos autores.  Yo me abalanzaba sobre ellos. Quería pegarlos a mí.  A menudo elegía los relatos que pertenecían a Charles Perrault. Los leía y releía infinidades de veces.
Cuando terminaba el ciclo lectivo,  el maestro me pedía que relatara algunos de esos cuentos que yo ya sabía de memoria…mientras mis compañeros iban dramatizaban gratamente según los episodios narrados.
Me levanté del sillón y busqué un viejo sobre en donde guardaba celosamente algunas fotos de mi etapa escolar. Le alcancé al reportero una de ellas, la que mostraba a mi maestro con una sonrisa franca al estar rodeado de  sus alumnos. Luego continué mi relato:
Al despedirnos del maestro para comenzar las vacaciones,  él nos regalaba un libro de cuentos para leer durante  los tres meses interminables de calor.  Con mi corazón desbordante de alegría, yo lo leía ávidamente al día siguiente, sin siquiera desviar la mirada hacia otro lado más allá de las páginas con letras cautivadoras. Ésa era, como cada fin de año, mi única oportunidad de poseer un libro, un verdadero tesoro.
En las interminables vacaciones escribía  misivas sin destinatario real. Sólo por el placer de escribir. Redactaba cartas a mi querido maestro y a mis compañeros que nunca envié por las distancias lejanas de aquellos  parajes.  Las guardaba en una caja de madera. Todavía  conservo algunas.



Volví a levantarme del lugar y me dirigí hacia mi escritorio. Busqué mis primeros escritos que los tengo aún guardados en el último cajón. El muchacho tomó uno de ellos y empezó a leer en voz alta: “A mi maestro querido: me siento la niña más feliz de la tierra porque Ud. me regala  ternura y comprensión. Pero lo que más me gusta es poder leer los libros que nos trae todos los días. Gracias. Lo quiero mucho”.
Para las fiestas de fin de año, con mi madre íbamos a la ciudad para reunirnos con mis abuelos y mis tíos. Ellos eran tan pobres como nosotras, sin embargo y sabiendo cuánto me gustaba leer,  me regalaban libros usados que conseguían en una librería de canjes. Estaban bien seguros de que yo los preferiría a las muñecas y a cualquier otro juguete.
 “La bella durmiente del bosque” y “Las hadas”  me hicieron soñar por largo tiempo. Cuando los llegaba a memorizar después de tantas lecturas,  buscaba el lápiz y mi cuaderno que conservaban las últimas hojas en blanco, para dibujar hadas junto a la bella durmiente. Luego escribía historias  y por las noches se las leía a mi madre. Ella me escuchaba con atención y me regalaba besos a manera de felicitaciones.
De mi madre recuerdo su paciencia, su suavidad y su ternura. Era una mujer de  pocas palabras pero con una fortaleza singular en el momento de desempeñar sus arduas labores para sostener el hogar. Ella casi no leía. Apenas conocía algunas letras. Entonces yo  intentaba enseñarle como lo había hecho mi  gran maestro.
En los años sucesivos, con el mismo docente, fui aprendiendo no sólo a leer, redactar y desarrollar el razonamiento, sino también a valorar la cultura en todas sus manifestaciones. Un día nos propuso realizar un mural en la única pared blanca que tenía la escuela. Entonces, desbordábamos de alegría. El maestro fue  guía en el diseño y el mensaje giraba en torno al cuidado del medio. Hubo que redactar y mis compañeros no se atrevieron. Quizá por ser tímidos o pusilánimes. 


A mí siempre me gustó transmitir mis sentimientos. El maestro lo sabía y por eso exigía más y más de mí. Con su mirada pareció  decirme:  “Vos aportarás el escrito”. Al final quedó la expresión plasmada en medio del graffity: “Queremos evitar que se devaste cielo, agua y tierra”.
Con él me sentía una artista: componíamos libretos para el teatrillo, cantábamos canciones infantiles  e inventábamos letras para cantar en las fiestas con el acompañamiento de guitarras de algunos padres invitados.
Amaba tanto a mi maestro. Creo que como a un padre. O a un gran amigo. Lo amaba con todas mis fuerzas. Lo admiraba porque su sabiduría era infinita y porque él me había aproximado a los libros que fui leyendo vorazmente. Me dio a conocer obras de escritores como Lugones, Storni, Quiroga, Neruda y otros autores que sigo admirando y que a ellos les debo, en parte, mi caudal lingüístico y literario.
Hice una pausa y le ofrecí una taza de café a mi visitante que seguía escudriñando con interés en lo que, para mí, era el enorme gusto de revivir mi infancia.
Luego continué mi relato:
Cuando cursaba el último año comencé a redactar cuentos. La autora inspiradora fue Poldy Bird con su libro “Cuentos para Verónica”.  Me atrapaban sus historias porque eran consustanciales  con lo que pasaba por mi cuerpo y por mi mente de púber.
Soñaba con algún día ser escritora. El maestro me alentaba. Me consiguió una beca para continuar mis estudios en San Salvador un mes antes de egresar de la escuela donde aprendí tantas cosas.
La despedida fue casi una tragicomedia. Lloré como nunca al separarme de mis compañeros y de mi querido maestro.
La salud de mi madre había empeorado y no  podíamos seguir viviendo  en medio del agreste sitio. Nos instalamos en la casa de mis abuelos y continué mis estudios en la escuela media. Concurrí a un taller literario, lo que me permitió mejorar mis escritos...Compuse cuentos y algunos poemas  cuando me enamoré por primera vez. Mi profesor de Literatura de quinto año me alentó a seguir estudiando Lengua. Me hacía recordar a mi gran maestro rural, el que había sido una fuente de sapiencia e instigador de la escritura.
Conseguí trabajo en una editorial y así proseguí mis estudios terciarios. A medida que iba leyendo más y más obras, crecía mi admiración por Benedetti,  por García Márquez, por Borges...
Producía relatos que fueron editados semanalmente en el  suplemento literario del diario:  “Noticias de Jujuy”. Escribía tanto hasta quedarme dormida sobre la mesa...y cuando despertaba, continuaba escribiendo.
El periodista me interrogó acerca de las obras que  publiqué  y que ahora se leen dentro y fuera del país. Fui mencionándolas una a una. Reservé el nombre del libro que se iba a presentar dentro de pocos días, en la Biblioteca Popular  de San Salvador. Lo invité a participar del evento. Al despedirnos, me aseguró que ahí estaría presente.


                    




Hoy es  el  día tan esperado. Un nuevo libro se abrirá para  los lectores.
La gente va entrando a la amplia sala.  Me acompaña mi gran amor, el que conocí hace una década atrás. Él comparte mi alegría.  Hay música que armoniza el preludio de la reunión.
Inesperadamente, cerca de la entrada principal,  aparece la figura de un hombre mayor, alto, con las sienes canas y vestido sencillamente. Mira hacia todos lados como buscando a alguien. Quedo atónita por unos instantes. Luego me acerco, un poco, nada más. Nos miramos y quedamos paralizados. La añoranza  del ayer se entremezcla con el presente. Me acerco más y estallamos en una risa que retumba entre las paredes del lugar. Y un largo abrazo no se hace esperar.


miércoles, 10 de febrero de 2016

                                            Diario de un perro abandonado

Una  noche de otoño fui abandonado sin lástima. Una fuerte patada en mi cadera izquierda me hizo volar por los aires. Un aullido doloroso y  profundo se hizo sentir por el barrio. Nadie atinó a decir una sola palabra. Ni siquiera miraron mi hocico sangrante y dolorido. Como pude me fui arrastrando para cruzar la calle. Allí unos salvajes caninos me dieron una golpiza contra la pared.  Con dolores óseos y musculares, mis dientes flojos y mis patas lesionadas, fue imposible defenderme.
Aquella madrugada dormí debajo de un fresno que comenzaba a largar sus hojas secas e iba formando una alfombra fina. Tirité durante muchas horas. La gente pasaba a mi lado y no se inmutaba. Claro, cómo iban a hacerlo con tantas preocupaciones que tienen.
Con hambre y aún más, con sed, comencé lentamente a desplazarme por la acera. Las mujeres que baldeaban con mangueras, me corrían lanzándome los chorros de agua helada. No sé cuántas horas deambulé por las calles ruidosas, hasta que llegué a la entrada de un gran hospital. Inmenso era ese edificio gris. Me acurruqué en un ángulo formado por el portón de entrada y una columna de ladrillos con el revoque bastante en ruinas.
Sentía que mis tripas hacían ruido, mucho ruido. Segregaba saliva con tan sólo pensar en un hueso, o un trozo de pan. Me dirigí hacia una dependencia cuyas ventanas despedían olor a comida. Me quedé allí mirando fijamente la puerta de la cocina que se cerraba y abría sin parar. De un furgón, bajaban mercadería en cajas grandísimas y yo me oculté debajo del vehículo.
Nadie me vio, al menos me pareció que ni un humano advirtió mi presencia.
El hambre se hacía cada vez más atroz. Me acerqué a un tacho de residuos que estaba a algo abierto. Extraje como pude un hueso y un pan con fiambre  a medio consumir. Volví debajo del automóvil para comer tranquilo.
Alguien me corrió ni bien me vio. Entonces fui  hasta la vereda. Cansado, triste y sediento, miraba a la gente pasar con apuro. Decidí quedarme en ese lugar, quizá alguien se apiadaría  de mí.
Frente al hospital había una clínica veterinaria. La gente entraba con sus mascotas, tal vez para vacunarlas, o curarlas, o comprarles juguetes de esos que vienen ahora para entretenernos. Un día vi a una pareja que pasó al lado mío y me miró fijamente. Cruzaron la calle y la señora continuaba observándome. Moví la cola complaciente, porque pensé que les interesé o le provoqué algún sentimiento noble…Pero me había equivocado. Ellos entraron al local después de leer un aviso pegado en la vidriera en donde ofrecían cachorros a un costo altísimo. Eran de raza, sí, lo entiendo, pero al fin de cuentas, eran perros como todos los perros que andamos por el mundo. Al rato, salieron con su mascota comprada y subieron a su coche.
Pensé en lo feliz que sería ese cachorro. Cariño, comida y casa no le faltaría…
Decidí mudarme al lado de la veterinaria. Quizá alguien,  sin gastar una sola moneda,  me adoptaría  recibiendo a cambio mi obediencia y mi amor incondicional.   
Pero no dio resultado. Seguían los señores con sus mujeres y niños depositando grandes cantidades de dinero a cambio de un perro de raza. Entonces volví al hospital. Me acurruqué otra vez cerca del portal y comía de vez en cuando un pedazo de pan que algunas personas me tiraban. Tomaba agua de una canilla que goteaba cerca del depósito de herramientas y dormía cuando podía, porque muchas veces me echaban vociferando insultos.
Las pulgas se criaban de una manera espeluznante y algunas garrapatas se trepaban a mi lomo.
Un día, cuando caía el último sol otoñal, una buena enfermera se acercó.  Depositó cerca de mí una batea plástica con agua limpia y en una especie de plato de lata, colocó alimento balanceado para canes. Me dijo unas palabras que sonaron amorosas y yo moví la cola sin atreverme a rozar sus piernas. Luego ella entró al hospital. Cuando salió de su labor ya estaba amaneciendo. Me miró y yo le regalé mi mirada esperanzada. Se acercó, me acarició la cabeza y creí tocar el cielo con mis patas. Me dijo que me llevaría a su casa, que sería su compañía y que iba a poder retozar en el jardín cubierto de flores. Me alzó sin asco. Aún tenía mis dientes flojos y mi cadera tambaleándose. Los taxis no levantan pasajeros con animales, así que comenzó a llevarme hasta su casa. Yo trataba de ser más liviano, aunque había perdido mucho peso y mis huesos se adivinaban íntegros debajo del cuero. Escuchamos a una mujer que detuvo su coche ofreciéndose llevarnos.
Mi dueña enseguida me llevó a la veterinaria y allí compusieron mi boca, me desparasitaron y vacunaron. Recetaron remedios para mi cadera y hasta me bañaron con champú anti pulgas. Me dio un nombre: “Ulises”. No sé qué quiere decir, pero no suena tan mal.
Ahora estoy al lado de mi ama. Está leyendo una novela en su sillón preferido y yo al lado, rozándole su pantorrilla con mi pata delantera…
                              


                                                   Fotografía de la autora

miércoles, 3 de febrero de 2016

                                                       Aquel puñal
   Un haz plateado atraviesa el ventanal y el viejo puñal toma un sorprendente brillo que se disemina por la vetusta mesa de madera.
   Me acerco cautelosa a él. Un sudor frío como su filo comienza a bañar mi frente. Me paraliza.           Conozco su historia porque intervino en mi pasado…en mi niñez. Fue empuñado por mi abuelo Luis durante muchos años. Lo usaba en la faena de los animales que criaba en el corral.
   Yo amaba a Tilín. Fue mi amigo incondicional desde que lo vi nacer del vientre lanudo de su madre. Adonde yo iba, él seguía mis pasos con alborozo. Y fue creciendo a mi lado hasta que sus balidos callaron para siempre el día previo a la Navidad. Mi inocencia jamás hubiera pensado semejante crueldad.
   Fue el puñal asesino, el mismo que estoy observando ahora, el que tomo con mis manos para vengarme de su existencia. Corro decidida hacia el aljibe y la luna cómplice empieza a sonreír.