La fuente
El
timbre del portero sonó varias veces en el momento en que terminaba de
ducharme. Me vestí rápidamente y fui a
atender.
El
periodista se había adelantado casi una hora. Ya estaba frente a la puerta de
entrada para realizar la entrevista pactada unos días antes. Lo invité a pasar
y a sentarnos cómodamente en los sillones blancos próximos al ventanal enmarcado
por un enorme jazmín de lluvia.
Con
un micro grabador en la mano derecha y unos anotadores en la izquierda, inició
la conversación manifestando su deseo de conocer mi vida de escritora y cómo me
había iniciado en el arte de escribir.
Le
pregunté si él disponía de tiempo
suficiente, ya que insumiría varios minutos para narrar parte de la historia
que fue determinante en mi vida de escritora. Comencé recordando momentos
inolvidables:
Nací hace treinta y dos años frente a los Cerros de
los siete colores, en un pueblito
cercano a San Salvador de Jujuy. Mi madre me dio a luz
en el instante en que mi padre la abandonaba siguiendo las huellas de la
“Porteña”, una mujer de cabeza platinada dueña de un cabaret de la capital. Mi
pobre madre supo del engaño y del desasosiego que se agigantaban entre las
montañas que parecían abrazar a nuestro rancho de adobe y techo de paja.
Fui creciendo en medio de la
pobreza pero sin llegar a la mendicidad. Mi madre lavaba la ropa de los mineros
de la cantera de uranio. Lo hacía con sus manos ajadas y huesudas. Recuerdo su semblante sereno como si
ofreciera esa dura tarea a los ángeles o al
mismo Dios.
A los seis años ingresé a la escuela rural.
Para llegar hasta ahí, mi madre montaba una mula y yo detrás de ella, tomando
su cintura fuertemente. Cabalgábamos por más de media hora y llegábamos antes
de que saliera el sol. El cansancio era compensado con el recibimiento cálido
del maestro que había tomado el cargo vacante.
Era un joven decidido a enfrentar el desafío de los sitios olvidados del
país.
Yo lo veía tan alto, con su
delantal blanco y su tez trigueña. Su
afabilidad espontánea contagiaba a los alumnos
por hacer de cada clase, un templo donde nos elevábamos gozosamente. Con él
aprendí las primeras letras y los cálculos matemáticos que fueron, sin
dudas, un obstáculo en mi escolaridad. A
mí me gustaba leer y escribir. El maestro había descubierto mi pasión por la
escritura. Es por eso que todos los días, antes de comenzar la jornada
diseminaba libros de distintos tamaños sobre la mesa de madera de cardón. Los
había de tapas duras y blandas, algunos nuevos con olor a imprenta y otros viejos y ajados pero con unas lecturas que no
se olvidan jamás. Descubrí que eran de
diversos autores. Yo me abalanzaba sobre
ellos. Quería pegarlos a mí. A menudo
elegía los relatos que pertenecían a Charles Perrault. Los leía y releía
infinidades de veces.
Cuando terminaba el ciclo
lectivo, el maestro me pedía que
relatara algunos de esos cuentos que yo ya sabía de memoria…mientras mis
compañeros iban dramatizaban gratamente según los episodios narrados.
Me
levanté del sillón y busqué un viejo sobre en donde guardaba celosamente
algunas fotos de mi etapa escolar. Le alcancé al reportero una de ellas, la que
mostraba a mi maestro con una sonrisa franca al estar rodeado de sus alumnos. Luego continué mi relato:
Al despedirnos del maestro
para comenzar las vacaciones, él nos
regalaba un libro de cuentos para leer durante
los tres meses interminables de calor.
Con mi corazón desbordante de alegría, yo lo leía ávidamente al día
siguiente, sin siquiera desviar la mirada hacia otro lado más allá de las
páginas con letras cautivadoras. Ésa era, como cada fin de año, mi única
oportunidad de poseer un libro, un verdadero tesoro.
En las interminables
vacaciones escribía misivas sin
destinatario real. Sólo por el placer de escribir. Redactaba cartas a mi
querido maestro y a mis compañeros que nunca envié por las distancias lejanas
de aquellos parajes. Las guardaba en una caja de madera.
Todavía conservo algunas.
Volví
a levantarme del lugar y me dirigí hacia mi escritorio. Busqué mis primeros
escritos que los tengo aún guardados en el último cajón. El muchacho tomó uno
de ellos y empezó a leer en voz alta: “A mi maestro querido: me siento la niña
más feliz de la tierra porque Ud. me regala
ternura y comprensión. Pero lo que más me gusta es poder leer los libros
que nos trae todos los días. Gracias. Lo quiero mucho”.
Para las fiestas de fin de
año, con mi madre íbamos a la ciudad para reunirnos con mis abuelos y mis tíos.
Ellos eran tan pobres como nosotras, sin embargo y sabiendo cuánto me gustaba
leer, me regalaban libros usados que conseguían en
una librería de canjes. Estaban bien seguros de que yo los preferiría a las
muñecas y a cualquier otro juguete.
“La bella durmiente del bosque” y “Las
hadas” me hicieron soñar por largo
tiempo. Cuando los llegaba a memorizar después de tantas lecturas, buscaba el lápiz y mi cuaderno que
conservaban las últimas hojas en blanco, para dibujar hadas junto a la bella
durmiente. Luego escribía historias y
por las noches se las leía a mi madre. Ella me escuchaba con atención y me regalaba
besos a manera de felicitaciones.
De mi madre recuerdo su
paciencia, su suavidad y su ternura. Era una mujer de pocas palabras pero con una fortaleza
singular en el momento de desempeñar sus arduas labores para sostener el hogar.
Ella casi no leía. Apenas conocía algunas letras. Entonces yo intentaba enseñarle como lo había hecho
mi gran maestro.
En los años sucesivos, con
el mismo docente, fui aprendiendo no sólo a leer, redactar y desarrollar el
razonamiento, sino también a valorar la cultura en todas sus manifestaciones.
Un día nos propuso realizar un mural en la única pared blanca que tenía la
escuela. Entonces, desbordábamos de alegría. El maestro fue guía en el diseño y el mensaje giraba en
torno al cuidado del medio. Hubo que redactar y mis compañeros no se
atrevieron. Quizá por ser tímidos o pusilánimes.
A mí siempre me gustó
transmitir mis sentimientos. El maestro lo sabía y por eso exigía más y más de
mí. Con su mirada pareció decirme: “Vos aportarás el escrito”. Al final quedó la
expresión plasmada en medio del graffity: “Queremos evitar que
se devaste cielo, agua y tierra”.
Con él me sentía una
artista: componíamos libretos para el teatrillo, cantábamos canciones
infantiles e inventábamos letras para
cantar en las fiestas con el acompañamiento de guitarras de algunos padres
invitados.
Amaba tanto a mi maestro.
Creo que como a un padre. O a un gran amigo. Lo amaba con todas mis fuerzas. Lo
admiraba porque su sabiduría era infinita y porque él me había aproximado a los
libros que fui leyendo vorazmente. Me dio a conocer obras de escritores como
Lugones, Storni, Quiroga, Neruda y otros autores que sigo admirando y que a
ellos les debo, en parte, mi caudal lingüístico y literario.
Hice una pausa y le ofrecí una taza de café a mi visitante que
seguía escudriñando con interés en lo que, para mí, era el enorme gusto de
revivir mi infancia.
Luego
continué mi relato:
Cuando cursaba el último año
comencé a redactar cuentos. La autora inspiradora fue Poldy Bird con su libro
“Cuentos para Verónica”. Me atrapaban
sus historias porque eran consustanciales
con lo que pasaba por mi cuerpo y por mi mente de púber.
Soñaba con algún día ser
escritora. El maestro me alentaba. Me consiguió una beca para continuar mis estudios
en San Salvador un mes antes de egresar de la escuela donde aprendí tantas
cosas.
La despedida fue casi una
tragicomedia. Lloré como nunca al separarme de mis compañeros y de mi querido
maestro.
La salud de mi madre había
empeorado y no podíamos seguir
viviendo en medio del agreste sitio. Nos
instalamos en la casa de mis abuelos y continué mis estudios
en la escuela media. Concurrí a un taller
literario, lo que me permitió mejorar mis escritos...Compuse cuentos y algunos poemas cuando me enamoré por primera vez. Mi
profesor de Literatura de quinto año me alentó a seguir estudiando Lengua. Me
hacía recordar a mi gran maestro rural, el que había sido una fuente de
sapiencia e instigador de la escritura.
Conseguí trabajo en una
editorial y así proseguí mis estudios terciarios. A
medida que iba leyendo más y más obras, crecía mi admiración por
Benedetti, por García Márquez, por
Borges...
Producía relatos que fueron
editados semanalmente en el suplemento
literario del diario: “Noticias de
Jujuy”. Escribía tanto hasta quedarme dormida sobre la mesa...y cuando
despertaba, continuaba escribiendo.
El
periodista me interrogó acerca de las obras que
publiqué y que ahora se leen
dentro y fuera del país. Fui mencionándolas una a una. Reservé el nombre del libro
que se iba a presentar dentro de pocos días, en la Biblioteca Popular de San Salvador. Lo invité a participar del
evento. Al despedirnos, me aseguró que ahí estaría presente.
Hoy
es el
día tan esperado. Un nuevo libro se abrirá para los lectores.
La
gente va entrando a la amplia sala. Me
acompaña mi gran amor, el que conocí hace una década atrás. Él comparte mi
alegría. Hay música que armoniza el
preludio de la reunión.
Inesperadamente,
cerca de la entrada principal, aparece
la figura de un hombre mayor, alto, con las sienes canas y vestido
sencillamente. Mira hacia todos lados como buscando a alguien. Quedo atónita
por unos instantes. Luego me acerco, un poco, nada más. Nos miramos y quedamos
paralizados. La añoranza del ayer se
entremezcla con el presente. Me acerco más y estallamos en una risa que retumba
entre las paredes del lugar. Y un largo abrazo no se hace esperar.