jueves, 11 de febrero de 2016

                                               
                                             La  fuente
              
El timbre del portero sonó varias veces en el momento en que terminaba de ducharme. Me vestí rápidamente  y fui a atender.
El periodista se había adelantado casi una hora. Ya estaba frente a la puerta de entrada para realizar la entrevista pactada unos días antes. Lo invité a pasar y a sentarnos cómodamente en los sillones blancos próximos al ventanal enmarcado por un enorme jazmín de lluvia.
Con un micro grabador en la mano derecha y unos anotadores en la izquierda, inició la conversación manifestando su deseo de conocer mi vida de escritora y cómo me había iniciado en el arte de escribir.
Le pregunté si él  disponía de tiempo suficiente, ya que insumiría varios minutos para narrar parte de la historia que fue determinante en mi vida de escritora. Comencé recordando momentos inolvidables:
 Nací  hace treinta y dos años frente a los Cerros de los siete colores, en un  pueblito cercano  a  San Salvador de Jujuy. Mi madre me dio a luz en el instante en que mi padre la abandonaba siguiendo las huellas de la “Porteña”, una mujer de cabeza platinada dueña de un cabaret de la capital. Mi pobre madre supo del engaño y del desasosiego que se agigantaban entre las montañas que parecían abrazar a nuestro rancho de adobe y techo de paja.
Fui creciendo en medio de la pobreza pero sin llegar a la mendicidad. Mi madre lavaba la ropa de los mineros de la cantera de uranio. Lo hacía con sus manos ajadas y huesudas.  Recuerdo su semblante sereno como si ofreciera esa dura tarea a los ángeles o al  mismo Dios.
 A los seis años ingresé a la escuela rural. Para llegar hasta ahí, mi madre montaba una mula y yo detrás de ella, tomando su cintura fuertemente. Cabalgábamos por más de media hora y llegábamos antes de que saliera el sol. El cansancio era compensado con el recibimiento cálido del maestro que había tomado el cargo vacante.   Era un joven decidido a enfrentar el desafío de los sitios olvidados del país.
Yo lo veía tan alto, con su delantal blanco  y su tez trigueña. Su afabilidad espontánea contagiaba  a los alumnos por hacer de cada clase, un templo donde nos elevábamos gozosamente. Con él aprendí las primeras letras y los cálculos matemáticos que fueron, sin dudas,  un obstáculo en mi escolaridad. A mí me gustaba leer y escribir. El maestro había descubierto mi pasión por la escritura. Es por eso que todos los días, antes de comenzar la jornada diseminaba libros de distintos tamaños sobre la mesa de madera de cardón. Los había de tapas duras y blandas, algunos nuevos con olor a imprenta y otros  viejos y ajados pero con unas lecturas que no se olvidan jamás.  Descubrí que eran de diversos autores.  Yo me abalanzaba sobre ellos. Quería pegarlos a mí.  A menudo elegía los relatos que pertenecían a Charles Perrault. Los leía y releía infinidades de veces.
Cuando terminaba el ciclo lectivo,  el maestro me pedía que relatara algunos de esos cuentos que yo ya sabía de memoria…mientras mis compañeros iban dramatizaban gratamente según los episodios narrados.
Me levanté del sillón y busqué un viejo sobre en donde guardaba celosamente algunas fotos de mi etapa escolar. Le alcancé al reportero una de ellas, la que mostraba a mi maestro con una sonrisa franca al estar rodeado de  sus alumnos. Luego continué mi relato:
Al despedirnos del maestro para comenzar las vacaciones,  él nos regalaba un libro de cuentos para leer durante  los tres meses interminables de calor.  Con mi corazón desbordante de alegría, yo lo leía ávidamente al día siguiente, sin siquiera desviar la mirada hacia otro lado más allá de las páginas con letras cautivadoras. Ésa era, como cada fin de año, mi única oportunidad de poseer un libro, un verdadero tesoro.
En las interminables vacaciones escribía  misivas sin destinatario real. Sólo por el placer de escribir. Redactaba cartas a mi querido maestro y a mis compañeros que nunca envié por las distancias lejanas de aquellos  parajes.  Las guardaba en una caja de madera. Todavía  conservo algunas.



Volví a levantarme del lugar y me dirigí hacia mi escritorio. Busqué mis primeros escritos que los tengo aún guardados en el último cajón. El muchacho tomó uno de ellos y empezó a leer en voz alta: “A mi maestro querido: me siento la niña más feliz de la tierra porque Ud. me regala  ternura y comprensión. Pero lo que más me gusta es poder leer los libros que nos trae todos los días. Gracias. Lo quiero mucho”.
Para las fiestas de fin de año, con mi madre íbamos a la ciudad para reunirnos con mis abuelos y mis tíos. Ellos eran tan pobres como nosotras, sin embargo y sabiendo cuánto me gustaba leer,  me regalaban libros usados que conseguían en una librería de canjes. Estaban bien seguros de que yo los preferiría a las muñecas y a cualquier otro juguete.
 “La bella durmiente del bosque” y “Las hadas”  me hicieron soñar por largo tiempo. Cuando los llegaba a memorizar después de tantas lecturas,  buscaba el lápiz y mi cuaderno que conservaban las últimas hojas en blanco, para dibujar hadas junto a la bella durmiente. Luego escribía historias  y por las noches se las leía a mi madre. Ella me escuchaba con atención y me regalaba besos a manera de felicitaciones.
De mi madre recuerdo su paciencia, su suavidad y su ternura. Era una mujer de  pocas palabras pero con una fortaleza singular en el momento de desempeñar sus arduas labores para sostener el hogar. Ella casi no leía. Apenas conocía algunas letras. Entonces yo  intentaba enseñarle como lo había hecho mi  gran maestro.
En los años sucesivos, con el mismo docente, fui aprendiendo no sólo a leer, redactar y desarrollar el razonamiento, sino también a valorar la cultura en todas sus manifestaciones. Un día nos propuso realizar un mural en la única pared blanca que tenía la escuela. Entonces, desbordábamos de alegría. El maestro fue  guía en el diseño y el mensaje giraba en torno al cuidado del medio. Hubo que redactar y mis compañeros no se atrevieron. Quizá por ser tímidos o pusilánimes. 


A mí siempre me gustó transmitir mis sentimientos. El maestro lo sabía y por eso exigía más y más de mí. Con su mirada pareció  decirme:  “Vos aportarás el escrito”. Al final quedó la expresión plasmada en medio del graffity: “Queremos evitar que se devaste cielo, agua y tierra”.
Con él me sentía una artista: componíamos libretos para el teatrillo, cantábamos canciones infantiles  e inventábamos letras para cantar en las fiestas con el acompañamiento de guitarras de algunos padres invitados.
Amaba tanto a mi maestro. Creo que como a un padre. O a un gran amigo. Lo amaba con todas mis fuerzas. Lo admiraba porque su sabiduría era infinita y porque él me había aproximado a los libros que fui leyendo vorazmente. Me dio a conocer obras de escritores como Lugones, Storni, Quiroga, Neruda y otros autores que sigo admirando y que a ellos les debo, en parte, mi caudal lingüístico y literario.
Hice una pausa y le ofrecí una taza de café a mi visitante que seguía escudriñando con interés en lo que, para mí, era el enorme gusto de revivir mi infancia.
Luego continué mi relato:
Cuando cursaba el último año comencé a redactar cuentos. La autora inspiradora fue Poldy Bird con su libro “Cuentos para Verónica”.  Me atrapaban sus historias porque eran consustanciales  con lo que pasaba por mi cuerpo y por mi mente de púber.
Soñaba con algún día ser escritora. El maestro me alentaba. Me consiguió una beca para continuar mis estudios en San Salvador un mes antes de egresar de la escuela donde aprendí tantas cosas.
La despedida fue casi una tragicomedia. Lloré como nunca al separarme de mis compañeros y de mi querido maestro.
La salud de mi madre había empeorado y no  podíamos seguir viviendo  en medio del agreste sitio. Nos instalamos en la casa de mis abuelos y continué mis estudios en la escuela media. Concurrí a un taller literario, lo que me permitió mejorar mis escritos...Compuse cuentos y algunos poemas  cuando me enamoré por primera vez. Mi profesor de Literatura de quinto año me alentó a seguir estudiando Lengua. Me hacía recordar a mi gran maestro rural, el que había sido una fuente de sapiencia e instigador de la escritura.
Conseguí trabajo en una editorial y así proseguí mis estudios terciarios. A medida que iba leyendo más y más obras, crecía mi admiración por Benedetti,  por García Márquez, por Borges...
Producía relatos que fueron editados semanalmente en el  suplemento literario del diario:  “Noticias de Jujuy”. Escribía tanto hasta quedarme dormida sobre la mesa...y cuando despertaba, continuaba escribiendo.
El periodista me interrogó acerca de las obras que  publiqué  y que ahora se leen dentro y fuera del país. Fui mencionándolas una a una. Reservé el nombre del libro que se iba a presentar dentro de pocos días, en la Biblioteca Popular  de San Salvador. Lo invité a participar del evento. Al despedirnos, me aseguró que ahí estaría presente.


                    




Hoy es  el  día tan esperado. Un nuevo libro se abrirá para  los lectores.
La gente va entrando a la amplia sala.  Me acompaña mi gran amor, el que conocí hace una década atrás. Él comparte mi alegría.  Hay música que armoniza el preludio de la reunión.
Inesperadamente, cerca de la entrada principal,  aparece la figura de un hombre mayor, alto, con las sienes canas y vestido sencillamente. Mira hacia todos lados como buscando a alguien. Quedo atónita por unos instantes. Luego me acerco, un poco, nada más. Nos miramos y quedamos paralizados. La añoranza  del ayer se entremezcla con el presente. Me acerco más y estallamos en una risa que retumba entre las paredes del lugar. Y un largo abrazo no se hace esperar.


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