martes, 16 de febrero de 2016

                                             El encantador de orcas

El primer día en que Dalma lo vio, le pareció estar frente una estampa de fantasía. El hombre, con  el agua que  le llegaba a su cintura, las acariciaba. No era una, sino varias. Nadaban en grupo y el  clima de amistad se adivinaba desde la costa plagada de cantos rodados y conchillas marinas.
              Comenzó el viento marino a soplar trayendo a los oídos de  la muchacha, el sonido de la música de la armónica que el hombre comenzaba a ejecutar.
   Ella se restregó los ojos. Los cerró y los volvió a abrir lentamente.   Quedó inmóvil en ese atardecer frío y gris, absolutamente frío y gris, cuando él las volvió a tocar suavemente con sus manos.  Ellas viraban alrededor suyo y se alejaban mansamente.
             Contagiada de la placidez del entorno, comenzó a acercarse al hombre. Él sintió su presencia,  salió del mar y la saludó con un “hola”. Se miraron largamente, como si la magia que impregnaba la orilla del mar se prolongaba y los envolvía.
              Dalma,  con el afán de saber si era realidad o un sueño lo que había visto, le preguntó cómo se atrevía a estar tan cerca de las orcas.  Él la invitó a un lugar donde estuviesen al resguardo del viento helado y así narrarle la historia.
             Se dirigieron a unos pocos metros de allí, en una especie de refugio.  Prendió unos leños, se quitó el equipo de neoprene y buscó una bebida alcohólica que  vertió en un vaso de vidrio azul.  Invitó a la muchacha a beber el primer sorbo y se sentaron en unos bancos forrados de cuero de oveja. Entonces el encantador de orcas  empezó a contar  su experiencia de vida.
            Le dijo que un día, siendo muy pequeño, soñaba con “andar en orca”. Su padre sonreía ante esa ilusión y le contaba historias de orcas asesinas.  “Las dueñas de los océanos”  mataban sin piedad a las focas para devorarlas en sólo unos instantes.  Sin embargo  él escuchaba ese relato y no estaba  convencido de la crueldad de esos cetáceos.
            De grande decidió prepararse para ser guardafauna. Siempre había sentido  deseos de velar por el equilibrio en la naturaleza. Comenzó sus primeros trabajos custodiando  la fauna del  golfo para luego  decidir su permanencia allí.
            El muchacho sonrió y continuó relatando a Dalma que había comprendido que debía tirar las anclas en ese lugar sureño y pasar a ser parte del mismo.
            Al principio filmaba y fotografiaba el comportamiento de las orcas. Escribía desde la orilla sus conductas y hábitos. Fue una década completa de análisis y observaciones. 
Una mañana, cuando los tintes dorados se reflejaban en el mar, tomó su armónica e intentó cautivarlas. Ellas se acercaban y le brindaban su amistad. Luego se alejaban y volvían a dirigirse hacia la costa como invitándolo a introducirse entre las olas. Ellas se fueron convirtiendo algo así como  su familia del mar y él como un amigo de la orilla.
            Muchas veces las alimentaba y compartieron noches de luna, amaneceres y ocasos.  Una tarde, remando su kayak se introdujo un poco más en las aguas y ellas  danzaban alrededor suyo, mientras se comunicaban cada cual en su idioma.
             El muchacho fue comprendiendo que las orcas son  animales  muy inteligentes.  No son asesinas. Se alimentan de focas por necesidad aún arriesgando sus propias vidas. Son compañeras de viaje en el mundo donde todo está relacionado. Lo que a ellas les pudiera ocurrir, tarde o temprano le podría  ocurrir a los humanos…
            Se hizo un gran silencio en medio de la charla. La noche estaba presente y el viento de la Patagonia silbaba con fuerza.  Ni Dalma ni el guardafauna supieron por qué se abrazaron fuertemente. Tal vez porque ambos estaban convencidos de que el Universo está hecho para compartirlo.
   






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