El
encantador de orcas
El
primer día en que Dalma lo vio, le pareció estar frente una estampa de
fantasía. El hombre, con el agua
que le llegaba a su cintura, las
acariciaba. No era una, sino varias. Nadaban en grupo y el clima de amistad se adivinaba desde la costa
plagada de cantos rodados y conchillas marinas.
Comenzó el viento marino a soplar trayendo a
los oídos de la muchacha, el sonido de
la música de la armónica que el hombre comenzaba a ejecutar.
Ella se restregó los ojos. Los cerró y los
volvió a abrir lentamente. Quedó
inmóvil en ese atardecer frío y gris, absolutamente frío y gris, cuando él las
volvió a tocar suavemente con sus manos.
Ellas viraban alrededor suyo y se alejaban mansamente.
Contagiada de la placidez del entorno, comenzó
a acercarse al hombre. Él sintió su presencia,
salió del mar y la saludó con un “hola”. Se miraron largamente, como si
la magia que impregnaba la orilla del mar se prolongaba y los envolvía.
Dalma,
con el afán de saber si era realidad o un sueño lo que había visto, le
preguntó cómo se atrevía a estar tan cerca de las orcas. Él la invitó a un lugar donde estuviesen al
resguardo del viento helado y así narrarle la historia.
Se dirigieron a unos pocos metros de allí, en
una especie de refugio. Prendió unos
leños, se quitó el equipo de neoprene y buscó una bebida alcohólica que vertió en un vaso de vidrio azul. Invitó a la muchacha a beber el primer sorbo y
se sentaron en unos bancos forrados de cuero de oveja. Entonces el encantador
de orcas empezó a contar su experiencia de vida.
Le
dijo que un día, siendo muy pequeño, soñaba con “andar en orca”. Su padre
sonreía ante esa ilusión y le contaba historias de orcas asesinas. “Las dueñas de los océanos” mataban sin piedad a las focas para
devorarlas en sólo unos instantes. Sin
embargo él escuchaba ese relato y no
estaba convencido de la crueldad de esos
cetáceos.
De
grande decidió prepararse para ser guardafauna. Siempre había sentido deseos de velar por el equilibrio en la
naturaleza. Comenzó sus primeros trabajos custodiando la fauna del
golfo para luego decidir su permanencia
allí.
El
muchacho sonrió y continuó relatando a Dalma que había comprendido que debía
tirar las anclas en ese lugar sureño y pasar a ser parte del mismo.
Al
principio filmaba y fotografiaba el comportamiento de las orcas. Escribía desde
la orilla sus conductas y hábitos. Fue una década completa de análisis y
observaciones.
Una
mañana, cuando los tintes dorados se reflejaban en el mar, tomó su armónica e
intentó cautivarlas. Ellas se acercaban y le brindaban su amistad. Luego se
alejaban y volvían a dirigirse hacia la costa como invitándolo a introducirse
entre las olas. Ellas se fueron convirtiendo algo así como su familia del mar y él como un amigo de la
orilla.
Muchas
veces las alimentaba y compartieron noches de luna, amaneceres y ocasos. Una tarde, remando su kayak se introdujo un
poco más en las aguas y ellas danzaban
alrededor suyo, mientras se comunicaban cada cual en su idioma.
El muchacho fue comprendiendo que las orcas
son animales muy inteligentes. No son asesinas. Se alimentan de focas por
necesidad aún arriesgando sus propias vidas. Son compañeras de viaje en el
mundo donde todo está relacionado. Lo que a ellas les pudiera ocurrir, tarde o
temprano le podría ocurrir a los
humanos…
Se
hizo un gran silencio en medio de la charla. La noche estaba presente y el
viento de la Patagonia silbaba con fuerza.
Ni Dalma ni el guardafauna supieron por qué se abrazaron fuertemente.
Tal vez porque ambos estaban convencidos de que el Universo está hecho para
compartirlo.
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