Don Fausto (Relato)
Cuando era docente, recorría
las calles de mi ciudad cada diez años
en busca de datos censales de la población. Recuerdo que el sector que me
correspondía visitar tenía muchos
edificios altos. En cada piso había numerosos departamentos con largos pasillos
encerados. Esos edificios se fueron triplicando en menos de treinta años. El Municipio construía moles en terrenos que eran del Estado, otorgando la posibilidad de una vivienda digna para aquellas
familias que tuvieran al menos
dos hijos.
En aquellos tiempos no
escaseaba el trabajo. Las fábricas vertían sus humos al aire sin pausas.
También fueron creciendo las industrias sin chimeneas: llegaban a la ciudad
centenares de turistas atraídos por las aguas termales. La población iba
creciendo a pasos gigantescos.
Década tras década me sumergía
en el complejo edilicio a fin de solicitar la información requerida
a cada morador. Mi tarea insumía largas horas.
Cuando las planillas quedaban completas
con todos los datos recabados, me
dirigía a la vivienda de Don Fausto, que
estaba en medio de medio de las
elevadas torres. En el predio de la humilde casa, se divisaba un ombú imponente y
un pequeño corral con un caballo atado.
La escena era casi una ilusión óptica o tal vez un dibujo absurdo. Parecía un desatino contemplar aquellas
construcciones tan altas a diestra y
siniestra. Hasta por detrás de la casa
de Don Fausto ellas se veían como gigantes airosas.
La primera vez que me
presenté como censista, él vivía con su compañera Elva, una mujer menuda y de
piel trigueña, con la que había
compartido la vida entera. Ambos me
habían recibido con una sonrisa amplia y complaciente. Nos sentábamos en
unas sillas de madera y paja de la isla,
cerca de la ventana que daba al patio,
frente al ombú generoso que regalaba su
sombra. Creo que ellos no sabían el día y la hora de mi visita, sin embargo, cosa extraña, me
esperaban con pan crujiente recién sacado del horno de barro. Y comenzábamos la
tarea siguiendo el cuestionario tedioso. Intercalábamos diálogos ajenos a la
serie de preguntas. Era hermoso conversar con ellos.
Don Fausto había aprendido a
leer gracias a la paciencia de Elva. Ella había ido a la escuela del campo
donde se crió. Fueron sólo tres años de
escolaridad, los suficientes para aprender a leer y a escribir.
“Apenas aprendí lo necesario”, me decía con una sonrisa picarona. “A Fausto le gusta que
lea en voz alta las estrofas de “Fausto”
en honor a su nombre. ¿Conoce Ud. a su autor señorita?”, me preguntó ese día.
Me di cuenta que a ella le gustaba mucho leer. En
la casa tenían algunos libros de poesía
gauchesca y otros de relatos fantásticos. “Los trajo mi hermano que vive
en Tucumán. Hace mucho que no viene por
acá”, me dijo mientras los acercaba a la
mesa. Noté que estaban desgastados de tanto leerlos.
Ellos vivían humildemente y
eran felices. Lo delataba la mirada dulce que se prodigaban ambos al conversar.
Amaban a su viejo caballo que tenía en el
patio, detrás de unos tablones improvisados.
Lo alimentaba con fardos y nunca le faltó la palmada cariñosa de ambos.
Ya no lo montaba más. El pobre animal
tenía tantos años que apenas se movía.
Transcurridos otros diez años y casi como un
ritual, volvía nuevamente a la vivienda
De Don Fausto.
Como en las anteriores visitas, golpeaba mis
manos para anunciarme. Entonces Fausto
abría nuevamente una especie de portón de chapa oxidada para invitarme a pasar. Confieso que era un solaz entrar a su casa luego de
estrecharle su mano.
. Quizá porque era poseedor
de una calidez humana admirable y de una gran sabiduría, la que otorga el
trabajo, la familia y los años.
Finalmente, el año pasado, cuando por
tercera vez debía volver a la casa de Don
Fausto, éste me atendió con un rictus venial dibujado en sus labios. La
sonrisa de siempre se había ausentado.
No hubo
panes crujientes y Elva no estaba para
recibirme con sus ojos chispeantes. La figura del viejo caballo no se
contemplaba y Don Fausto era una sombra
más junto a la del ombú.
Una vez dentro de la casa me contó que en
los últimos meses pasaron muchas cosas.
Acontecimientos tristes por cierto. Elva se había convertido en estrella al cumplir los ochenta años. Al poco tiempo, su
“matungo” hizo lo propio. La espalda del anciano se había arqueado por el
tiempo y por el dolor. Lo abracé y lo
sentí un amigo.
Luego nos sentamos y guardé mis planillas y el lápiz dentro del
bolso.
Don Fausto me relató que las autoridades municipales le habían
ordenado el desalojo de su vivienda, prometiéndole una nueva en el barrio de la
zona sur. El planeamiento de una torre para veinte viviendas estaba proyectado en el lugar. “¿Qué piensa Ud. hacer?” pregunté
titubeando. “No pienso moverme de mi casa. Soy como el ombú, con sus raíces afirmadas en
esta tierra. Además, debajo de esta sombra, la tengo a ella. Sus cenizas las
sepulté acá porque así fue lo que me pidió al partir. Yo cumplí. De acá no me
iré”.
Sentí un nudo
en mi cuello. Me levanté de la silla y fui al patio que se achicaba
entre las sombras de los edificios circundantes. Apenas un rayo de sol caía
sobre nuestras cabezas. Miré a Don Fausto y le dije susurrando:
“Yo haría lo mismo…”
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