domingo, 14 de febrero de 2016

                                                           Don Fausto  (Relato)

Cuando era docente, recorría  las calles de mi ciudad cada diez años en busca de  datos censales de  la población. Recuerdo que el sector que me correspondía visitar  tenía muchos edificios altos. En cada piso había numerosos departamentos con largos pasillos  encerados. Esos edificios se fueron triplicando  en menos de treinta  años. El Municipio construía moles  en terrenos que eran del Estado, otorgando  la posibilidad  de una vivienda digna para  aquellas  familias que tuvieran al  menos dos hijos.
En aquellos tiempos no escaseaba el trabajo. Las fábricas vertían sus humos al aire sin pausas. También fueron creciendo las industrias sin chimeneas: llegaban a la ciudad centenares de turistas atraídos por las aguas termales. La población iba creciendo a pasos gigantescos.
Década tras década me sumergía en el complejo edilicio a fin de  solicitar la información  requerida  a cada morador. Mi tarea insumía largas horas.
 Cuando las planillas quedaban completas con  todos los datos recabados, me dirigía a la vivienda de  Don Fausto, que estaba en medio de  medio de las

elevadas torres. En el predio de la  humilde casa,   se divisaba un ombú  imponente y  un pequeño corral con un caballo atado.  La escena era casi una ilusión óptica o tal  vez un dibujo absurdo.  Parecía un desatino contemplar aquellas construcciones tan  altas a diestra y siniestra. Hasta  por detrás de la casa de Don Fausto ellas se veían como gigantes airosas.
La primera vez que me presenté como censista, él vivía con su compañera Elva, una mujer menuda y de piel  trigueña, con la que había compartido la vida entera. Ambos  me habían recibido con una sonrisa amplia y complaciente. Nos sentábamos en unas  sillas de madera y paja de la isla, cerca de la ventana que daba  al patio, frente al ombú generoso que regalaba su  sombra. Creo que ellos no sabían el día y la hora de  mi visita, sin embargo, cosa extraña, me esperaban con pan crujiente recién sacado del horno de barro. Y comenzábamos la tarea siguiendo el cuestionario tedioso. Intercalábamos diálogos ajenos a la serie de preguntas. Era hermoso conversar con ellos.
Don Fausto había aprendido a leer gracias a la paciencia de Elva. Ella había ido a la escuela del campo donde se crió. Fueron sólo  tres años de escolaridad, los suficientes para aprender a leer y a escribir.  “Apenas aprendí lo necesario”, me decía con una sonrisa picarona. “A Fausto le gusta que lea en voz alta las estrofas de  “Fausto” en honor a su nombre. ¿Conoce Ud. a su autor señorita?”,  me preguntó ese  día.
Me di  cuenta que a ella le gustaba mucho leer. En la casa tenían algunos libros  de poesía gauchesca y otros de relatos fantásticos. “Los trajo mi hermano que vive en  Tucumán. Hace mucho que no viene por acá”, me dijo mientras los acercaba a la  mesa. Noté que estaban desgastados de tanto leerlos.
Ellos vivían humildemente y eran felices. Lo delataba la mirada dulce que se  prodigaban ambos al conversar.
 Amaban a su viejo caballo que tenía en el patio, detrás de unos tablones improvisados.    Lo alimentaba con fardos y nunca le faltó la palmada cariñosa de ambos. Ya no lo montaba  más. El pobre animal tenía tantos años que apenas se movía.
 Transcurridos otros diez años y casi como un ritual, volvía nuevamente a la vivienda  De Don Fausto.
  Como en las anteriores visitas, golpeaba mis manos para anunciarme. Entonces  Fausto abría nuevamente una especie de portón de chapa oxidada para invitarme a  pasar. Confieso  que era un solaz entrar a su casa luego de estrecharle su mano. 
. Quizá porque era poseedor de una calidez humana admirable y de una gran sabiduría, la que otorga el trabajo, la familia y los años.
   Finalmente, el año pasado, cuando por tercera vez debía volver a la casa de Don  Fausto, éste me atendió con un rictus venial dibujado en sus labios. La sonrisa de  siempre se había ausentado. No  hubo  panes crujientes y Elva no estaba para  recibirme con sus ojos chispeantes. La figura del viejo caballo no se contemplaba y  Don Fausto era una sombra más junto a la del ombú.
   Una vez dentro de la casa me contó que en los últimos meses pasaron muchas  cosas. Acontecimientos tristes por cierto. Elva se había convertido en estrella al  cumplir los ochenta años. Al poco tiempo, su “matungo” hizo lo propio. La espalda del anciano se había arqueado por el tiempo y por el dolor.  Lo abracé y lo sentí un amigo.
 Luego nos sentamos y  guardé mis planillas y el lápiz dentro del bolso. 
Don Fausto me relató  que las autoridades municipales le habían ordenado el desalojo de su vivienda, prometiéndole una nueva en el barrio de la zona sur. El planeamiento de una torre para veinte viviendas estaba proyectado en el lugar.    “¿Qué piensa Ud. hacer?” pregunté titubeando.    “No pienso moverme de mi casa.  Soy como el ombú, con sus raíces afirmadas en esta tierra. Además, debajo de esta sombra, la tengo a ella. Sus cenizas las sepulté acá porque así fue lo que me pidió al partir. Yo cumplí. De acá no me iré”.
  Sentí un nudo  en mi cuello. Me levanté de la silla y fui al patio que se achicaba entre las sombras de los edificios circundantes. Apenas un rayo de sol caía sobre nuestras cabezas. Miré a Don Fausto y le dije susurrando:
   “Yo haría lo mismo…”



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