Diario de un perro
abandonado
Una noche de otoño fui abandonado sin lástima. Una
fuerte patada en mi cadera izquierda me hizo volar por los aires. Un aullido
doloroso y profundo se hizo sentir por
el barrio. Nadie atinó a decir una sola palabra. Ni siquiera miraron mi hocico
sangrante y dolorido. Como pude me fui arrastrando para cruzar la calle. Allí
unos salvajes caninos me dieron una golpiza contra la pared. Con dolores óseos y musculares, mis dientes flojos
y mis patas lesionadas, fue imposible defenderme.
Aquella madrugada dormí
debajo de un fresno que comenzaba a largar sus hojas secas e iba formando una
alfombra fina. Tirité durante muchas horas. La gente pasaba a mi lado y no se
inmutaba. Claro, cómo iban a hacerlo con tantas preocupaciones que tienen.
Con hambre y aún más, con
sed, comencé lentamente a desplazarme por la acera. Las mujeres que baldeaban
con mangueras, me corrían lanzándome los chorros de agua helada. No sé cuántas
horas deambulé por las calles ruidosas, hasta que llegué a la entrada de un
gran hospital. Inmenso era ese edificio gris. Me acurruqué en un ángulo formado
por el portón de entrada y una columna de ladrillos con el revoque bastante en
ruinas.
Sentía que mis tripas hacían
ruido, mucho ruido. Segregaba saliva con tan sólo pensar en un hueso, o un
trozo de pan. Me dirigí hacia una dependencia cuyas ventanas despedían olor a
comida. Me quedé allí mirando fijamente la puerta de la cocina que se cerraba y
abría sin parar. De un furgón, bajaban mercadería en cajas grandísimas y yo me
oculté debajo del vehículo.
Nadie me vio, al menos me
pareció que ni un humano advirtió mi presencia.
El hambre se hacía cada vez
más atroz. Me acerqué a un tacho de residuos que estaba a algo abierto. Extraje
como pude un hueso y un pan con fiambre a
medio consumir. Volví debajo del automóvil para comer tranquilo.
Alguien me corrió ni bien me
vio. Entonces fui hasta la vereda.
Cansado, triste y sediento, miraba a la gente pasar con apuro. Decidí quedarme
en ese lugar, quizá alguien se apiadaría
de mí.
Frente al hospital había una
clínica veterinaria. La gente entraba con sus mascotas, tal vez para
vacunarlas, o curarlas, o comprarles juguetes de esos que vienen ahora para
entretenernos. Un día vi a una pareja que pasó al lado mío y me miró fijamente.
Cruzaron la calle y la señora continuaba observándome. Moví la cola
complaciente, porque pensé que les interesé o le provoqué algún sentimiento noble…Pero
me había equivocado. Ellos entraron al local después de leer un aviso pegado en
la vidriera en donde ofrecían cachorros a un costo altísimo. Eran de raza, sí,
lo entiendo, pero al fin de cuentas, eran perros como todos los perros que
andamos por el mundo. Al rato, salieron con su mascota comprada y subieron a su
coche.
Pensé en lo feliz que sería
ese cachorro. Cariño, comida y casa no le faltaría…
Decidí mudarme al lado de la
veterinaria. Quizá alguien, sin gastar
una sola moneda, me adoptaría recibiendo a cambio mi obediencia y mi amor
incondicional.
Pero no dio resultado. Seguían
los señores con sus mujeres y niños depositando grandes cantidades de dinero a
cambio de un perro de raza. Entonces volví al hospital. Me acurruqué otra vez cerca
del portal y comía de vez en cuando un pedazo de pan que algunas personas me
tiraban. Tomaba agua de una canilla que goteaba cerca del depósito de
herramientas y dormía cuando podía, porque muchas veces me echaban vociferando
insultos.
Las pulgas se criaban de una
manera espeluznante y algunas garrapatas se trepaban a mi lomo.
Un día, cuando caía el
último sol otoñal, una buena enfermera se acercó. Depositó cerca de mí una batea plástica con
agua limpia y en una especie de plato de lata, colocó alimento balanceado para
canes. Me dijo unas palabras que sonaron amorosas y yo moví la cola sin
atreverme a rozar sus piernas. Luego ella entró al hospital. Cuando salió de su
labor ya estaba amaneciendo. Me miró y yo le regalé mi mirada esperanzada. Se acercó,
me acarició la cabeza y creí tocar el cielo con mis patas. Me dijo que me
llevaría a su casa, que sería su compañía y que iba a poder retozar en el
jardín cubierto de flores. Me alzó sin asco. Aún tenía mis dientes flojos y mi
cadera tambaleándose. Los taxis no levantan pasajeros con animales, así que comenzó
a llevarme hasta su casa. Yo trataba de ser más liviano, aunque había perdido
mucho peso y mis huesos se adivinaban íntegros debajo del cuero. Escuchamos a
una mujer que detuvo su coche ofreciéndose llevarnos.
Mi dueña enseguida me llevó
a la veterinaria y allí compusieron mi boca, me desparasitaron y vacunaron.
Recetaron remedios para mi cadera y hasta me bañaron con champú anti pulgas. Me
dio un nombre: “Ulises”. No sé qué quiere decir, pero no suena tan mal.
Ahora estoy al lado de mi
ama. Está leyendo una novela en su sillón preferido y yo al lado, rozándole su
pantorrilla con mi pata delantera…
Fotografía de la autora
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